Thursday, September 04, 2014

Peoncito / Cuento de Elmer Rodas Cubas

PEONCITO
Elmer Rodas Cubas

'La Mishca, jardín de tuyus! Foto@rte Pisadiablo



Notó desde entrada la mañana, cómo el sol iba paulatinamente menguando su ímpetu inaugural; preludiaban neblinas a densas nubes negras que se desbordaban desde las insondables jalcas andinas. No había ya nada que hacer, el invierno agobiante otra vez iba a demostrar de que estaba hecho: aluviones, fangos, granizos, también incomunicación, aislamiento.
Su casa en medio de la nada, sin energía, sin agua potable, menos teléfono, permanecería casi como siempre. Una lacónica y precaria islita, donde un litro de kerosene, un agotado primus, unas cuantas ollas, una lámpara de tubo, un pardusco radio Nivico y dos alforjas llenas de papas, eran las únicas cosas que podría consentir su ocupación por algunos días.
Reparó, esta vez desde la puerta, que no habría valido la pena sembrar algo en los terrenitos de rededor (un poco más de media hectárea); la presencia de rígidas heladas y la lluvia que no llegó oportunamente, hubiesen sofocado bruscamente cualquier sembrío; ello además, habría mermado aún más su insignificante economía. Notó de pronto a su desvaído equipaje; se hallaba sobre un poyo, predispuesto para que de un único envión, lo sitúe sobre sus extenuados hombros y así emprender el camino indefectible.
Examinó en tangenciales segundos su actual situación, sobre su miseria, y la pérdida necesaria de quien hasta semanas atrás, era su mujer; extrañó petrificado y prematuramente la mirada de sus dos hijos que inconsultamente se llevó su madre, de quien intuyó, iba a recordar en las horas muertas su sexo áspero y salino. Entonces, una exhalación acre tiñó su cavidad bucal; se supuso un perdedor, un cabrón, un don nadie.
Pensó luego en los tres mil soles que don Alejandro le había ofrecido por su “terrenito”; los imaginó en billetes de cincuenta soles enardeciendo sus bolsillos, inquietándolos; imaginó apenas lo que podría comprar con ellos: un ínfimo lotecito en Chepén en donde levantar una casita con esteras, o quizá un par de triciclos de carga para faenarlos en alguna parada, o tal vez dos o tres bultos de productos plásticos para expenderlos al por menor en cualquier esquina de un ignoto mercado. 
Recordó el comentario de don Alejo: únicamente le interesaba el terreno; su casa, ubicada en el centro, toda de adobe, medio derruida y parca, no le serviría para nada. Bajando entonces la mirada, se vio así mismo de chiquillo, cual pequeño remolino corriendo por alrededor de aquella construcción, con su carrito de madera por la veredita de cemento que tan acuciosamente había construido su padre. Presintió por allí a su progenitor, lo vio con su gorra granate, con la camisa remangada, con un impreciso badilejo entre sus manos verdosas del cemento fresco que estaba manoseando. En una ínfima agitación, acaso le pareció escuchar el tono de su exacta voz.
De un golpe, quiso inmediatamente buscar a don Alejo, desligarse de su pasado, alejarse de este presente, empero aquel se hallaba en Lima visitando a una de sus hijas, y regresaría luego de por lo menos un mes, así le dijo. No quedaba otra que esperar su represo, pero en San Miguel, empleándose como peón; en Chuad, así las cosas, se moriría de hambre.

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