Wednesday, September 03, 2014

CHINALINDA / Autor: Melacio Castro Mendoza


CHINALINDA



Autor: Melacio Castro Mendoza



 
Más grande y muchísimo más hermosa que una gallina, el ave hembra conocida en los campos de la sierra de San Gregorio, (San Miguel) como “Chinalinda”, dejó el monte y apenas a unos metros detenida ante mis ojos, cantó. Sin haberla visto, siempre había oído hablar de ella. Impresionado por su inesperada presencia, hasta que no volviera a introducirse entre los montes, me quedé sin habla. Sin respirar casi, la observé buscar su alimento entre las hierbas de la tierra dura. Concentrada, con su ganchudo pico amarillo golpeó el suelo y volvió a cantar. En aquel momento, acudió a ella su macho. Algo crestón y tan hermoso como su hembra, fue un placer observar el movimiento de ambos. Su común plumaje exuberante, negro y brillante, dejaba ver poco abajo de sus pechos tanto como entre sus piernas, sus alas y su cola, algunas bien delineadas plumas blancas.
Ver a tan maravillosos ejemplares de ave Chinalinda me ayudó a entender por qué, entre los campesinos de los campos de la sierra cajamarquina, el color negro es para ellos símbolo de belleza. En él, además, los campesinos rinden culto a la noche. El color blanco de aquel plumaje es sólo complementario del color negro. En la tierra, suelen afirmar, entre los colores, el negro nunca es ajeno al color blanco. El amarillo, color del ganchudo pico del ave Chinalinda, sintetiza la característica externa esencial del oro, obra éste de alguna Divinidad que se preocupó por premiar con su presencia la perfección de la Belleza.
Para el grueso de mis familiares, minifundistas montañeses de aquellas tierras, el ave Chinalinda era una muestra de perfección. Formateada (formada), según Juana Mendoza Novoa, mi mamá, por una bestial elegancia, caminando siempre junto a su inseparable pareja, era una inocultable muestra de ternura. “Cholo Mela”, solía abordarme acortando mi nombre mi tía Rogelia Mendoza Novoa, “si alguna vez quieres hacerte de una muchacha salvaje de estas montañas, sólo tienes que decirle que tiene la preciosura de un ave Chinalinda”. Tras escucharla, mi mamá Juana soltaba una carcajada, atribuyendo a su hermana Rogelia la condición misma de “salvaje”.
“Lo salvaje y la belleza, hijo”, me confesó una vez mamá, “pueden ser peligroso y mortal. En el caso del ave Chinalinda, es seducción, delicadeza y amor”. “Una mujer serrana y campesina, hijo”, apreció, “soleándose casi siempre en su abondono montañés, casi nunca es apreciada en las ciudades. En la costa, menos. Quizás por ello, en mi cerebro y en mi corazón, por su habilidad de convertir la tierra ruda en surcos y los surcos en fuente de productos alimenticios, tan necesitados y buscados en la costa y en la selva, esa misma mujer es, para mí, todo una Chinalinda”.
Ante aquellas palabras, de paso entendí, así mismo, por qué mi papá, Víctor Castro Julca, buscando los favores de mamá, bajando la voz hasta casi hacerla inaudible para sus hijos, después de nuestras cenas a veces realizadas al calor del mismo suelo, le decía: “Aunque en la costa los dos sufrimos, y aunque, además, tú me haces sufrir, te quiero mucho, mi Chinalinda”.
En Caín, el pueblito costeño de la costa norte que en sus cuatro puntos cardinales se situaba rodeado de haciendas, al cual mis padres llegaron justo para pocos días después verme nacer al pie de una choza de debajo de un algarrobo, vi crecer su población de año en año. Entre diciembre y marzo, los costeños “puros”, quienes impulsados por un pesado racimo de frustraciones económicas y de prejuicios nos corrían a pedradas, siempre quedaban en minoría. Sucedía que, en busca de los trabajos eventuales que ofrecían las haciendas, los campesinos de la sierra cajamarquina bajaban a Caín, trayéndonos sus quesos, su yonque y su “averiada” forma de hablar. Si a los más jóvenes solía gustarle alguna muchacha del lugar mas o menos de sus equivalentes edades, por temor a ser celados y aporreados por sus familiares costeños, ejerciendo sus labores de trasplante de la semilla del arroz, cerca mío solían suspirar y expresar en voz baja: “Me gustaría cargar a la montaña a esta (o a aquella) Chinalinda”.

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