Thursday, May 14, 2015

Del manuscrito "Mi pueblo y mi familia".EN BUSCA DE MI PROPIO CAMINO / Melacio Castro Mendoza



Del manuscrito "Mi pueblo y mi familia".

EN BUSCA DE MI PROPIO CAMINO

 Melacio Castro Mendoza



 En libro Un puñadito de sal, de Walter Lingán

Imposible, hijo, mencionar los pasos que tuve que dar después de la muerte de mis papacitos. A cargo de Julia y de Artemio, mis hermanos menores, casi unas criaturas los dos, para distraerlos, se me metió la idea de dejar La Montaña, lugar donde habíamos vivido,  y de pueblo en pueblo, caminar con ellos. En medio de una tremenda pelea de gentes que se hacían llamar los chotanos unos y los santacrueceños otros, en un campo cercano a un pueblo, los dos se me perdieron. Por más que los busqué, no los volví a encontrar sino después de muchísimo tiempo.

¡Qué idea la mía! Sabía que en Lives teníamos una tía, Carmen Murillo Mendoza. Dueña ella de una huerta que producía riquísimas paltas y verduras, mi tía Carmen Murillo y su marido, don Enrique Estela, trabajaban como peones en la Hacienda Lives. Allí, el hacendado sembraba caña de azúcar. Dueño él un molino, de la caña sacaba chancaca y aguardiente. En la sierra de Cajamarca, ese aguardiente es llamado por unos yonque y por otros cañazo. Hay hombres que lo toman como agua. Pensé que mi tía Carmen Murillo podría recibirnos en su casita. Pensé, también, que mientras yo y mis hermanos trabajaríamos, iríamos creciendo y una vez adultos, en busca de nuestros propios caminos, dejaríamos su casa. Con esa idea llevé a mis hermanos a caminar, en busca de Lives, de pueblo en pueblo. Yo, hijo, por esos tiempos, apenas era un poquito mayor que Julia y que Artemio.

Preguntando por los caminos que llevaban a Lives, avanzábamos un día sí y otro, muy desanimados, nos deteníamos. Para alimentarnos, empezamos a cambiar lo que teníamos: cuatro gallinas, un gallo y un chanchito por cancha, harina de trigo y carne seca. Mientras caminábamos, libres ya de nuestros animalitos, empecé a sentirme ociosa y se me dio por pedir a las mujeres mayores, algodón y lana. Al paso que íbamos, de un varilla de roble hice una rueca y, amarrada con un chante la misma a mi cintura, iba hila que hila. A falta de animalitos qué cambiar, echábamos mano de mis hilos y los cambiábamos por alimentos. Ni mis hermanos ni yo éramos conscientes de las distancias que separaban los campos de San Gregorio de la hacienda Lives. Muchachos, avanzamos juntos hasta que en medio de una endiablada balacera, nos perdimos los unos a los otros en medio de una gritería de gente que se odiaba y que se buscaba para pelear hasta matarse.

¡Qué cabeza la mía! Al no encontrar a mis hermanitos, se me dio por pensar que ambos sabían hacia dónde tenían que caminar y di por sobreetendido de que, aunque se me habían perdido, cada cual seguiría por caminos diferentes, a la casa de mi tía Carmen Murillo Mendoza. Sola ya, conseguí más lana y más algodón, cosas de mucho valor para nosotros los paisanos, y cargándolos dentro de una manta en mi espalda en quipes, a la vez que hilándolos en mi rueca, seguí adelante. Muchas quebradas, partes de punas; valles, pampas, ríos y las faldas de muchos cerros, supieron de mis pasos. Por donde iba, si encontraba gente, me hacían oír historias de muertos que por las noches dejaban sus tumbas. A veces, esas tumbas, decían, eran los abismos, los pasos de unas quebradas hacia terrenos que parecían no tener fin, y las lagunas. Tremendas noticias, en vez de desanimarme, me daban más valor. Pensaba que yo misma, si volviera a encontrar a mi hermana Julia y a mi hermano Artemio, para que apuren el paso, les habría dicho: los muertos, mis queridos hermanitos, si de verdad están muertos, deben ponerse de pie, como dice la gente, solo para ¡molestar a los haraganes! ¡A los trabajadores, no creo que tengan intención de molestarlos! Lo sé: algunos murieron maltratados por la falta de comida y otros, por enfermedades. Los que tuvieron peor suerte, fueron atravesados por las balas de los hombres desalmados, esos que disparan solo para probar si sus armas funcionan o no. Todos, si son muertos de verdad, no creo que vuelvan a ser parados ni por Dios. Cualquier peligro que nos amenace, sea de día o de noche, nunca vendrá de ningún muerto. ¡Qué fantasmas ni qué cojudeces! ¡Los peligros mayores y los menores, si vienen, vendrán de las personas vivas! Los vivazos siempre se inventan historias de muertos para echarnos miedo y dejarlos hacer sus vivezas. ¡Son unos mañosos! Pensando y repensndo así, por donde me aparecía, a veces me encontraba con arrieros muy buenísima gente, y nunca con mis hermanitos.

- Muchacha –se admiró un viejo que seguía detrás de sus mulas y de sus burros cargados de leña y de chancaca, a quien le dije que me iba a Lives–  tienes que enmendar tu camino: ahora estás a un paso de Arteza y pa'llegar a Lives, tienes que dar media vuelta y tomar por tal y por tal sitio.

Gracias a él, supe que estaba lejísimos ya de los campos de San Gregorio y muy cerca de San Miguel de Pallaques y de El Prado. ¡Para nada, había caminado muchos kilómetros!
El buen hombre mandó a sus mulas y a sus burros a parar y para alegrarme un poco, me regaló un tongo de chancaca. Cuando me vio reír, me invitó a comer parte de su queso, de su mote, de su cancha y, cariñoso, me dio a tomar parte de su miel de abeja. 

- Me habría gustado –me dijo, mientras de buena gana comíamos de lo suyo– que antes de que nos encontráramos, hubieses visitado el Condorcuna.

- ¿Qué es, pué, señor, el Condorcuna? –le pregunté.
El hombre sacó de su alforja una botella de llonque y tomó un largo trago. Sigue comiendo, me dijo, y sin esperar a que repitiera su invitación, con alocadas ganas, le hice caso.

- El Condorcuna –me explicó él enseguida, soltando una risa que se me hizo sospechosa–  está entre Quindén y La Mascota. Es un cerro con formas de cóndor y desde su parte más alta, a partir de La Arteza, cae una catarata de unos cien metros de altura. Sus aguas son tan claras que parecen hechas de cristales que al tocar el fondo de la tierra, son una fiesta pa'los ojos. Las plantas diferentes a las que dan vida esas aguas, son más verdes que las plantas comunes y sus flores, limpias con las gotas de las lluvias de invierno, devuelven al sol sus resplandores que despiertan un increíble ambiente de encanto. De haberte tú bañado en esas aguas, ahora serías ya la misma mujer verde que vive en sus profundidades. ¿Sabes? Se trata de la mujer más bonita que cualquiera de las flores que rodean a la misma catarata –dijo el hombre, soltando una nueva, ruidosa y más sospechosa risa.

A punto de echarme a correr, el viejo se prendió de mi brazo y trató de tumbarme. Agarré el cuchillo con el cual había partido su rico queso, un pedazo del cual acababa yo de comer, y sin darle tiempo a abusarme, me defendí.

- ¿Quiere usted señor –le pregunté, llena de rabia– que lo toque y lo lleve a sepultar en las aguas de la  catarata del Condorcuna?

- Maldita mujer: ¿eres tú la que vive en la profundidad de las embrujadas aguas de aquel cerro? –preguntó, con una cara de muchísimo miedo.

“¡Qué bien que este gramputa crea en fantasmas”, pensé. Sin dudarlo, le dije:

- Como quiera que ya ningún hombre se atreve a bañarse en las frías aguas de mi catarata, en donde vivo, hace tiempo que ya no he podido comerme a ninguno. Con hambre, salí en mis formas de mujer joven, me vestí de pastora y te busqué. ¿Sabes que ya no me basta tu cancha, tu mote ni tu queso? Como fuiste un hombre más bueno de lo que yo pensaba, te voy dar una oportunidad de sobrevivencia: deja el queso que has depositado sobre la piedra que está a tu lado, y ¡escápate! Si no lo haces, ¡te llevo a la catarata del Condorcuna y ahí te remojo y te trago!

- ¡Ahoritita mismo me voy, mamá! –gritó el hombre.

Agilísimo, el viejo corrió; agarró su alforja, metió en ella su cancha y su mote y en busca de sus mulos y de burros, se alejó a la carrera. ¡Ja, ja, ja: me dejó su rico queso y su cuchillo! Cuando detrás de sus mulas y de sus burros se me hizo humo, me tiré al suelo y con su cuchilo en mis manos, no sabía si reirme o llorar. Al final, hice ambas cosas y por primera vez armada, pensé: “Hice bien en pensar que los peligros con que nos confrontan los días y las noches, nunca nos vienen de los muertos sino, siempre, de los vivazos”.

Aunque durante mis caminatas dormía al campo libre tanto como en algunas oscurísimas cuevas y a orillas de algunas lagunas, hijo, siempre vi levantarse al sol y a las estrellas y nunca, a ningún muerto. La debilidad, la sed, el hambre y el polvo que cubría mi vestido, más sucio día a día, más bien, a veces me daban forma de muerto penando. Hubo momentos en que solo la lluvia y las tormentas me libraban de mi mugre, apagaban mi sed y alumbraban mis caminos.

Sin importarme el cansancio, confundiendo y corrigiendo mil veces, según preguntaba a las personas que encontraba, mi orientación y mis caminos, seguí avanzando, sin contar con ningún alimento seguro. Herida en mis piernas y con algunas llagas en mis brazos, tosiendo con los castigos de un resfriado y disfrutando de los increíbles colores que a mis pasos, y alegrando mi vista, cambiaban como cambiaban las formas de la tierra, llegué a la casa de mi tía Carmen Murillo Mendoza. Algo que nunca me falló hasta llegar a Lives, fue, hijo, la compañía alta y sin fin de un cielo siempre azul. El patrón de Lives, a pedido de mi tía Carmen Murillo Mendoza, me empleó como cocinera de sus peones cañeros y molineros. Julia y Artemia nunca llegaron hacia allí. En busca de ellos, dejé Lives y, al revés, camino a camino, llegué a Chamán, en donde, por fin, los encontré. ¡Ya estaban grandes y bonitos! Al vernos, nos abrazamos, reímos, lloramos y yo, hijo, a causa de la tremenda alegría que me causó estar de nuevo entre ellos, besé la tierra.

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