Narrativa:
Walter Lingán,
Semana Santa (1)
San Miguel de Pallaques era una feria. La banda de
músicos en la plaza de armas entonaba canciones que animaban la fiesta. Por
todas las calles había agitación y la gente caminaba llevando frescas ramas de
palmeras que vibraban con el viento. Eran los días de la semana santa y
estábamos en pleno domingo de ramos, recordando de esta manera la entrada
triunfal de Jesús a Jerusalén donde el pueblo, armado con palmas o ramos, lo
aclamaría como su rey.
Mi hermano Manuel se había levantado muy temprano para ir a casa del abuelo y traer el burro donde transportarían a Jesús en su paseo por el pueblo y su visita a las casas de los principales personajes de la ciudad.
Mi tía Alejandrina, que anda ciegamente enamorada del cura, había preparado un lindo y nuevo apero. Los bozales y las riendas los forró con hilos de plata. A la carona, tejida con algodón, la tiñó de azul cielo, la adornó con bordados de oro y le colgó largos flecos por todos los costados. La silla era de suave cuero labrado de ramos y figuras geométricas. La cincha, una faja roja y blanca con extensas borlas en los extremos. Mamá diciendo dice que la tejió una devota como agradecimiento al Nazarenito, se refiere a Jesús, por haberle conseguido marido a su hija que nadie la quería desposar. O como mejor diría mi amigo Fortunato, “todos los novios la usan y luego la dejan”.
Tía Alejandrina se puso un vestido corto que le resaltaban el pecho y las caderas. Zapatos negros de charol con taco aguja y medias negras de naylon mostrando la bondad de sus piernas. Fortunato, al verla, diciendo me dice al oído: “Cuando el cura la vea se pondrá bizco de puro arrecho”. Desde hace varias atrás semanas tía Alejandrina se ocupaba, comiendo a la volada y descuidando otras tareas de casa, de todas las cosas para la procesión, diciendo dice que por amor a Jesús, pero todos sabemos que, cerrando los ojos, suspira pensando en el cura. Y Fortunato asevera con cachita que “el cura no se hace del rogar cuando se trata de darle su amor al prójimo”.
Sudoroso llegó Manuel trayendo al burro. Tía Alejandrina salió a recibirlo apresurada y palmoteándole las ancas al jumento: “Te portarás bien”, diciendo le dijo. “Este burro es más mostrenco que el abuelo”, le replicó Manuel. Papá que estaba observando desde la cocina les recordó que no vayan a descuidar al burro. “Siempre luhan de tener agarrau, ni un momento descuidau”. Entonces tía Alejandrina, como si el animal la entendiera, lo amonesta con fingida severidad: “Te advierto, nada de burradas sidenó te jalo de las orejas y te las pongo más largas todavía”.
Con sumo cuidado, dirigidos por el cura, los acólitos y algunos conocidos devotos, entre los que se halla don Casiano Hernández, distinguido personaje que, cuando se emborracha, manda al cura y a todos los santos a Mishika o al infierno, bajan a Jesús de su altar. En el atrio de la iglesia las palmas se agitaban, bailando y silbando con el viento. Ponchos y sombreros se arremolinan junto a los señores de terno y corbata y las damas que estrenan sus novedosos “estilo sastre”. Fortunato y un grupo de muchachos aumentan la bullanguería con sus pitos y cornetas, efímeros instrumentos hechos con las hojas de las palmeras.
Una vez que han colocado a Jesús, El nazareno, sobre el burro, un numeroso grupo de acólitos con ponchos rojos, blancos y azules, presididos por un cura serio y solemne, salieron al atrio. Mi hermano Manuel apareció jalando al burro donde iba montado Jesús, con la cara siempre blanca, de yeso, igual que sus manos que las lleva levantadas a media asta y casi cerradas. Al ver aparecer a la imagen de Jesús sobre el manso jumento la gente levantó sus palmeras con mayor entusiasmo, las agitaba emocionada, mientras las más devotas caían de rodillas, rezaban, cantaban, lloraban. Una salva de cohetes saludó a la venerada imagen.
Tía Alejandrina desdobló la sombrilla, una especie de pañolón cuadrado, bordado en oro y flecos dorados bailando al viento, que estaba atado en sus puntas a cuatro varas blancas y la extendió sobre Jesús para protegerlo del pavoroso incendio del sol. El incienso se desparramó en aromáticas nubes y la banda emepzó a tocar canciones sacras alusivas a la fecha. Tía alejandrina sólo tenía ojos para el cura.
La procesión de Jesús ha recorrido ya las calles y los principales lugares del pueblo: la municipalidad, la suprefectura, las oficinas del notario y del juez, el mercado y la comisaría. Frente a la casa del alcalde, quien había mandado levantar una capilla en la puerta de uno de sus negocios, la procesión hizo un alto. Mi hermano Manuel dejó suelto el freno del burro para sujetar mejor a Jesús en su asiento. Ese fue el preciso momento en que el jumento dio un salto ágil, lanzó por los aires a Jesús, y de cabeza se metió por la única puerta abierta.
El clamor estalló como una bomba. Jesusito, El nazareno, se había caído. Tía Alejandrina, aprovechando el caos, abrazó al cura desesperada y le pidió que haga algo por la sagrada imagen. El delirio fue una sola plegaria al cielo. Mi hermano Manuel, tras unos instantes de duda, corrió con la intención de atajar al pollino que se había detenido inocente y manso en una habitación llena de alfombras de la casa del alcalde.
Pasado el susto, en la plaza de armas del pueblo, la gente comentaba el grave accidente y auguraban tragedias indecibles. Es mal agüero, diciendo dicen. Se golpean el pecho con los puños cerrados, rezan de rodillas y las manos levantadas hacia el cielo azul piden clemencia y lloran.
—“¿Qué ha pasado que el populacho está alarmado?”, preguntó don Santos Malca El Chimbalcao, que se acercaba tambaleando más borracho que la cerveza.
—“Jesús se ha hecho mierda”, diciendo dijo don Casiano Hernández y, destapando una botella de cañazo, se metió un largo trago entre pecho y espalda.
Unos días después tía Alejandrina y el cura desaparecieron de San Miguel...
Nota: Eternas gracias a
nuestro amigo el escritor Walter Lingán por permitirnos publicar sus cuentos.
Publicado por Chungo y batán en 19:27
Etiquetas: Autores Sanmiguelinos / Walter Lingán
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