Melacio Castro Mendoza
PAVO BLANCO
El hombre solía pasar por Caín a pie o montado en
uno de sus dos burros. Ensombrerado y de lento caminar, sostenía fijo a su
cintura su pantalón color tierra, usando una faja negra de algodón. Con su
camisa a medio abotonar, su presencia siempre reclamó mi curiosidad de niño.
Avanzando unas veces hacia el sur y otras hacia el norte, sus cadenciosos pasos
descalzos le daban aspecto de hombre bondadoso y pacífico. Observándolo, nunca
dejé de hacerme esta pregunta: ¿Sus burros lo guiaban a él o guiaba él a sus
burros? Viejo, alto, delgado y de piel blanca, su seriedad se confundía con la
de sus animales. Cuando en medio de la calle era el destinatario de mis
saludos, se limitaba a responderme sin mirarme.
Hacia 1965
lo supe: aquél hombre, original de San Miguel de Pallaques, había vivido y
trabajado en los campos de San Gregorio de Mozique, desde donde había bajado a
la costa, en busca de mejores perspectivas vitales. Hacia mediados de los años
cuarenta del Siglo XX, fijó su residencia en el vecino distrito de Pacanga.
Cansado de trabajar como peón en las haciendas que rodeaban el caserío de Caín
y el distrito de Pacanga, se hizo de dos burros viejos y se convirtió en uno de
los líderes de los arriendos de pequeños alfalfares, los cuales segaba hacia
las caídas de las tardes para, al día siguiente, muy de mañana, acarrear el
forraje para venderlo en las calles y en las plazas de Guadalupe. Con tal
objeto, sobrecargaba a sus “pollinitos” y muy de mañana, dándole a algunos la sensación
de no haber despertado aún del todo, día a día pasaba por nuestra única calle
de Caín, rumbo al sur.
En Caín,
cualquiera que lo abordaba lo hacía llamándolo don Pavo Blanco.
Niño aun, terminé creyendo que su nombre y su apellido constituían esos términos:
Pavo Blanco. Estos, sin embargo, despertaban en él súbitas y furiosas
respuestas, incomprensibles para mí. Tratando de evitar amargarlo, los más
amables le llamaban solo don PB. Ésta segunda forma de ser abordado, en
efecto, la aceptaba él con total indiferencia. Testigo más de un centenar de
veces de sus reacciones ácidas ante lo que creí eran su nombre y su apellido
completos, Pavo Blanco y, testigo, así mismo, de sus indiferentes y
secas respuestas ante lo que creí ser su “segundo nombre”, don PB, pensé
de que si algún día lo abordaría cara a cara, con absoluta naturalidad lo
llamaría solo don PB. Sus amenazas de aporreo a cualquiera que lo
llamara por su “primer nombre”, me infundían miedo.
Los costeños
de pura sepa, un apelativo que reclamaban para sí los que, al mismo tiempo,
en Caín por entonces se reclamaban criollos, se lucían con él. Con alevosía, lo
golpeaban. Cuando el viejo intentaba defenderse, la mayoría lo rodeaba, le
hacía cargamontón y al grito de Pavo Blanco, en ambiente de fiesta en la
que intercambiaban sombrerazos con el viejo, lo echaban del pueblo. Las mofas
colectivas sobre él me dolían y viéndolo fuera del pueblo sano y salvo, me
alegraba verlo retomar sus pasos lentos tras sus burros.
Cuando
Víctor Castro Julca, mi papá, coincidía con don PB en sus
desplazamientos a Guadalupe, sin mayores preámbulos, antes de emprender su
marcha lo detenía ante nuestra casa, situada en la parte central de la única
calle de Caín, con una frase significativa:
- Pavito,
hermano; tengo pa'ti un litrito de leche. ¡Toma, ábrelo y aliméntate! ¡Estás
tan flaco que si te cayeras muerto, ni un perro va a querer comer tu magro y
descompuesto cuerpo!
“Pavito
Blanco” aceptaba el regalo de papá y con un enérgico y solemne “¡sooo!”,
detenía la marcha de sus burros, siempre sobrecargados del verde forraje. Un
tanto alegre, de inmediato abría su litrito de leche recién ordeñada de
una de nuestras vacas por mi mamá Juana Mendoza y, a trago largo, bebía con
placer, sin una pausa de por medio.
- Gracias VIO
–decía luego a papá, devolviéndole el litro vacío.
¿VIO? Aquel
era, entre los serranos de Caín, la mayoría originales de los campos de
la Provincia de San Miguel, el apodo de papá. Poco a poco, papá aceptó y
asumió ser llamado así, incluso por sus rivales, los criollos costeños de
pura sepa. De acuerdo a la explicación del apodo VIO que una mañana
me dio mamá, el mismo le venía a papá del término que él hacía en sus secas y
cortas conversaciones. Pocas veces empezaba, o terminaba, él las mismas sin
dejar de preguntar a su dialogante: “¿Vio usted?”.
- La palabra
vio fue descubierta por tu papá –me explicó mamá– aquí en Caín.
Antes él decía vido. Si ahora siempre dice vio –agregó
mamá– es pa'que no se le olvide hablar de forma más elegante a la forma de hablar
que trajo de la sierra a la costa.
VIO pasó a ser, además, y al parecer con mucho gusto por parte de papá, la
marca que él usaba para fijarla en las ancas de sus animales: algunos caballos,
algunas vacas, algunas yeguas y algunos toros.
Cuando papá
dejaba de coincidir con don PB ante la puerta de nuestra casa, mamá, al
ver pasar al viejo, solía detenerlo para proporcionarle su litrito de
leche. Recíproco, él nos traía del pueblo, una forma de denominar en
Caín a cualquier ciudad, a fin de regalarnos, alguna manzana, alguna naranja y
hasta alguna piña.
Uno de los
mediodías del verano del año 1956 me encontraba en nuestra huerta denominada El
Palto, nombre con que se le hacía honor a aquella huerta por poseer la
planta de palto más grande, más frondosa y más productiva de todas las chacras
de Caín, y a medida que con mi hoz cortaba las alfalfas que debía acarrear a
casa como forraje de nuestros cuyes, vi aparecerse por el camino a don PB.
Montado al lomo de unos de sus burros, iba él arreando al otro. Preocupado por
la suerte de papá, quien por lo regular regresaba de Guadalupe montado en su
caballo mucho antes que don PB, dejé mis quehaceres de siega de alfalfa
y corrí a abordarlo. Veloz, atravesé el puente de maderos inseguros que unía
nuestra huerta al camino público, el cual de un lado limitaba con una acequia
mediana, aunque honda, de regadío llamada Lucas Deza y, del otro lado,
con nuestro río llamado por igual Chamán, Caín y Pacanga.
-
Don Pavo Blanco, don Pavo Blanco –expresé con mucho respeto,
olvidándome su, para mí, alternativo nombre de PB– ¿ha visto usted, por
si acaso, a mi papá Víctor?
Blancos sus
cabellos y blanca su piel, el hombre detuvo el burro en que montaba, se apeó,
se sacó la faja negra con que se ajustaba su pantalón color tierra y,
agitándola, me enfrentó:
- Muchacho
del carajo, ¿te dijo tu madre o tu padrastro que yo me llamo Pavo Blanco?
Furioso, dio
rienda suelta a sus ciegos impulsos e inició una desesperada persecución en mi
contra. Largas sus piernas y grandes sus pasos, pronto lo tuve pisándome los
talones. A punto de que me echara mano, lo oí aun decir:
- ¡Te voy a
matar! Carajo, ¡te voy a matar!
Mi súbita,
descontrolada y urgente carrera delante de él me permitió hacer una maniobra:
hice como quien iba a tirarse a las aguas de la acequia Lucas Deza.
Nunca sabré cómo alcancé y retomé los inseguros maderos que nos servían de
puente e ingresé a nuestra huerta El Palto. Detrás de mí escuché un
explosivo y extraño ruido. Al volverme, de inmediato, caí en la cuenta de que don
PB chapuzaba dentro de las turbias aguas de nuestra profunda acequia, llena
a mediana altura. Sin dudarlo, volví al camino y corrí hacia su viejo burro, el
cual permanecía detenido, esperándolo. De entre su apero, tomé una de las sogas
con que el viejo aseguraba sus cargas de alfalfa y, de regreso a él, se
la tiré a sus manos a la vez que, sujetándola con un despliegue descomunal de
fuerzas, le ayudé a salir a la vera del camino. Mojado y consternado, con mucha
seriedad me miró, me acarició y me dijo:
-
Muchacho, ¡bah, quería pegarte y mira, terminé mojándome las plumas de gran pavo
blanco! ¿Qué te parece si seguimos siendo amigos?
-
Con gusto, don PB –respondí, aun dominado por el miedo.
Emocionado,
el hombre exclamó:
-
PB, ¿sabes lo que significa eso?
-
¡No señor! –afirmé.
-
¡Pablo Barrantes: mi nombre auténtico! ¡A igual que tus padres, yo soy un
serrano más que anda penando por estas tierras!
Contentísimo
de saber el nombre y el apellido auténticos de don PB, acepté su
propuesta de amistad y, una vez más, lo observé, mojadísimo, retomar su camino.
A paso lento, ¿guiaba él a sus burros estos o estos lo guiaban a él? En abril
de 1956 empecé a asistir a mi escuela y, después, nunca más volví a verlo.
Foto@rte Pisadiablo
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