MI SOLEDAD EN LA JALCA
Pensando en Julio y Carmencita
Antonio Goicochea Cruzado.
Tenía que ambientar la rústica construcción que los pobladores habían
levantado para conseguir la creación oficial de su escuelita, como
cariñosamente decían. Había llegado a Rupawasi a iniciar mi trabajo docente.
Allí estrenaría mi título pedagógico.
Con el apoyo de padres y madres de familia, reunimos mesas y sillas; con la
pequeña pizarra que habían comprado inicié mis clases. Arrendé una cuartito en
la casa del teniente gobernador, allí también me darían los alimentos.
De día los niños me hacían compañía, en cambio las noches, además del frío
hacían sentir mi soledad. Un cierto temor me invadían los atardeceres que las
anunciaban. Llovía en abundancia. Y como
el discurrir de la lluvia de los techos de paja solo tienen un sonido sordo,
para acompañarme, en las noches de frío y de lluvia colocaba latas de conserva
vacías para que al recibir los goterones del techo de paja dejaran escuchar,
ahora sí, su concierto. El tac, tac,
tac, era su música que me hacía conciliar el sueño. La soledad en la jalca se
siente con más intensidad.
Cuando fui a la capital de provincia, en lomos de un caballito, encontré a
compañeros de promoción. Allí me enteré de la escenificación del drama El Pasado presentada por el grupo
teatral Amauta. En eso, como mandado a llamar, el fotógrafo del pueblo se
presentó a ofrecernos unas fotografías que las tenía en venta.
En una de las fotografías aparecía una chica con la protagonista de El Pasado, llevaba zapatos de taco alto
dorados; un vestido de época, de seda color grana, de amplia falda, llena de
plisados, lleno de puntos blancos, el escote cuadrado tenía como marco un
bordado plateado, que hacía resaltar el busto; mangas cortas, bombachas que
dejaban al descubiertos unos seductores brazos; en la mano izquierda sostenía
unos guantes blancos; aretes, gargantilla y pulsera de oro le daban una
elegancia sin igual; un peinado, también de época, dejaba caer sobre el busto
dos canelones que enmarcaban un rostro inquieto, una mirada de comprensión y
solidaridad dirigida a la protagonista y unos labios grana completaban la
figura de la dama que me atrajo sobremanera.
Carmencita era su nombre. Todos los atributos que describo hicieron que
me prendara de ella.
Compré fotos de aquella chica. Ya en Rupawasi, hice un álbum con ellas. Yo,
cual Quijote enamorado devanaba mis sesos por hacerla mía.
Retorné a mi trabajo con enormes inquietudes en el corazón. Compré un radio
a transistores. Llené alforjas de vituallas para el mes: latas de atún y otras
conservas, bolsas de fideos, arroz, rellenas, cecinas y pellejo de chancho. Los resbalosos, como le llamaban a los
ollucos, aunque sabrosos también cansan.
Carmencita me había obsesionado. Deseaba conocerla en persona. En mis
sueños aparecía, desdeñosa.
En mi cuarto, empinándome sobre mi camastro, escribí en el rústico cielo
raso, con el humo de una vela, el nombre de la mujer que me estaba robando la
tranquilidad: Carmencita, Carmencita de
mi vida, te quiero y te querré, tú serás mía. Los versos siguientes parece
que fueron escritos para mí y para estos momentos:
Llegaste
a mi vida quieta
como a endeble surco
el agua,
trastrocando
paz
y calma mías
en mórbidas emociones
-libidinosa, anegante-
me inundaste en la vorágine
envolviéndome todo.
Los pasillos, de emisoras ecuatorianas, que escuchaba al amanecer
aumentaban mis deseos de amar. Verbenita,
El aguacate, Sombras, eran los pasillos que acicateaban mis deseos y mis
manos estrujaban deseos contenidos. El viento, en la madrugada, silbaba en los
pajonales.
Luego de los almuerzos, tendía mi poncho de lana en el pasto contiguo a la
escuela, y tirado a lo largo, miraba al cielo. El sol y el viento me azotaban
la cara. En las nubes encontraba formas a las que atribuía parecidos a
borreguitas, a otros animales, a personas con rostros gigantescos. Un día creí
encontrar el de mi amada.
Para estar acompañado promovía, los fines de semana, encuentros de fútbol
en la comunidad. Piqueos de papa, quesillo y chiche, que las esposas de los
jugadores preparaban completaba mis alegrías. Unas copitas de aguardiente
consumaban el jolgorio. Los pobladores estaban contentos conmigo y con mi
trabajo.
El sol, el viento con su silbido, los caminos, por los que pisaba mi sombra
y los pedregales, las quebradas, los riachuelos y el vuelo de las chinalindas
llenaban mi soledad. Sin embargo sentía ese vacío que debería ser llenado. Leía
a los románticos, Amado Nervo, Felipe Santiago Salaverry y otros. Me gustó
aquella frase de Gustavo Adolfo Bécquer, “la soledad es el imperio de la conciencia”.
Creía llegar al delirio. Pergeñé algunas poesías en que decía mis ansias en mi
soledad.
DE QUE SIRVE
Cuando no tienes
quien te espere
de qué sirve que cuentes
las estrellas
y en busca de cometas
escudriñes
vesperales cielos.
Cuando no tienes
quien te espere
de que te vale
haberte metido en charcos
y que el agua cristalina
te haya baña el corazón.
Cuando no tienes
quien te espere
de que sirve que mil veces
miraras el reloj,
de que te sirve desandar
los caminos
de qué los adioses
y hastaluegos.
¡Qué importan
los largos caminares
por estrechas cañadas!
¡Qué importan
los zig zag
trajinantes
por abruptos
despeñaderos!
De qué,
si no tienes nadie
quien te espere.
Cuando no tienes
quien te espere
y no encuentras
mas que un lecho frío:
de qué sirven
todos los trajines.
Los queñuales circundaban las chacritas de papas y ollucos, que crecían
pródigos. Pero había un queñual que estaba en una colina, solo. Ese arbolito de
jalca, así solito que recordaba mi soledad. Decía convencido: ¡Cristalino
ardor, mi soledad, me abrazas en tu inmensidad!
A mis amigos en Rupawasi, una noche que la abrigábamos con unos tragos
calientitos, les conté de mis ardores amorosos. –Y quespéraste, dígale nomá, ustés profesional, gana su platita, la
puede mantener, tráigalo pacá y tranquilícese, me dijo el teniente
gobernador, fíjese nomá en el campo: las
chinalindas andan en pareja, igual las tortolitas, nosotros tamién tenemos
nuestra compañera que nos acompaña puestas jalcas, y usté ni siquiera “lo”
conoce.
Los fines de mes en que tenía que cobrar mi sueldo, iba al pueblo, me
reunía con los amigos y sin disimulo preguntaba por mi pretendida, decía mis
propósitos, y de mi anhelo de hacerla mía. En mi billetera llevaba una
fotografía de Carmencita en cuyo reverso había escrito, con deseos
premonitorios, una dedicatoria: Con todo
mi amor para Julio. Un día la vi, aunque de lejos, aprecié su hermosura. Mi
corazón en su agitación parecía salirme del pecho. Después supe que ella
también me vio.
En otro de esos viajes con la intermediación de un amigo común, hice saber
de mis intenciones a la mujer que me había robado la tranquilidad. El emisario
regresó con el mensaje: de que lo iba a
pensar. Anímate Julio, eso quiere decir que sí, sólo que está dándose su
importancia.
Al otro mes, con el mismo amigo de por medio, reiteré mis requerimientos.
Con impaciencia, en una cantina de la plaza del pueblo, junto con entusiastas
amigos y unas cervezas, esperaba. Parecía una eternidad.
Retornó el amigo con respuesta
positiva. Los amigos prorrumpieron en sonoros ¡ra!, ¡ra!, ¡ra!, Julio, Julio
¡ra!, ¡ra!, ¡ra! De inmediato, en mi contento, eufórico, salí a la plaza y con alarde atlético di
saltos mortales y volantines, gritando ¡Carmen!, ¡Carmencita!, ¡Carmencita será
mía!
El domingo, “en sana salud”, como se dice por estos lares, en la casa de
una amiga fue el encuentro. Como sabía de mi enamoramiento por la foto del
drama se había vestido como había participado en la escenificación, estaba
sentada en un butaca e igual de bonita. Mi amor le declaré, le juré que sería
eterno. Encontré eco a mis proposiciones, Carmencita, en correspondencia a mis
requerimientos, aceptó gustosa. Abrazos y besos apasionados sellaron aquellos
juramentos. El fru fru de las enaguas y la seda del vestido; y, el perfume que
emanaba me transportaron al paraíso. Reímos, luego, de las muestras de alegría
que había hecho en la plaza.
A los tres meses nos casamos. Carmencita, desde entonces, me acompañó a
Rupawasi llenando mi vacío existencial.
Por ti, soledad, la busqué y la encontré; por ti, soledad, soy feliz.
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