Saturday, February 21, 2015

Carne vale: De San Miguel de Pallaques a Venecia / Walter Lingán



Carne vale: De San Miguel de Pallaques a Venecia

Walter Lingán


1)

A Sayamud, la cuna de mi padre, un caserío a pocos kilómetros de San Miguel de Pallaques, me llevan los recuerdos para evocar algunos apuntes de mi primer encuentro con una de las fiestas más alegre y libertina: la del polvo, el agua y los disfraces. Así es y nuestros benditos borrachos faunos lo corroboran al decirnos: “Semel anno licet insanire / Una vez al año es lícito no tener frenos”. En tiempos de carnaval se comía bien en la casa de los abuelos. Se mataban uno o dos chanchos. Chicharrones, yucas, habas, mote, trigo, y queso con papas “ahogadas” era el menú carnavalero. Los vecinos llegaban con sus mates y sus talegas para llevar a casa un poco de “chane”. Mis tías, solícitas, repartían a todos sin miramientos. Para uno de mis hermanos mayores yo era su chochera y por eso me hizo un curioso disfraz y una elocuente máscara de zorro con el cuero de una oveja. Después de comer, junto a otros allegados y parientes, salíamos en comparsa hasta la cancha de la escuela. Ahí, en el centro, se levantaba la “unsha” (o yunsa) adornada con serpentinas, globos, botellas de “caña”, biscochos, diversas frutas y otros regalos. La banda de quenas y tambores hacía relampaguear las notas más estridentes. “Ño carnavalón” animaba la fiesta bailando, saltando, envolviendo serpentinas en los cuellos de la gente, embadurnando con talco los rostros de las mujeres: Polvo a la china / Polvo a la china, libando chicha de jora y aguardiente: Salud compadre / Salud comadre.

Pasadas las horas, el disfraz empezó a incomodarme, sentía que la máscara apretaba mi cabeza, entonces, en medio de la fiesta, puse a descubierto mi identidad. Alrededor de la unsha bailaban parejas formando una ronda bulliciosa y, cada cierto intervalo y por turnos, una de ellas tomaba el hacha y golpeaba al árbol. Luego seguía el baile y de nuevo volvían los golpes que fueron debilitando la estabilidad de la unsha. En eso, ¡pacatán!, la unsha se vino abajo y la gente se lanzó a rescatar la mayor cantidad de regalos que estaban prendidos en el árbol, mientras unas mujeres lanzaban agua a los “buscadores” de fortuna. Mojados, pero felices, se levantaban entre los “escombros” de la unsha, apretando con las manos lo que habían “pescado”. Quien derribaba la unsha se convertía en padrino para reponer, mucho mejor, la unsha del año venidero. En la noche, en uno de los salones de la escuela continuaba el baile. Las familias se acomodaban a los costados, comiendo bizcochos, pedazos de cuy con papas, al rato, en pellejos las criaturas se disponían a dormír. Las botellas de aguardiente pasaban de mano en mano sin parar y las parejas de jóvenes aprovechaban para jurarse amor eterno, para escaparse a los montes: De borracho he roto un poto / Y ahora como arreglaré.

Tambaleándose bailaban los borrachos y de pronto se agarraban a trompadas. Celos, envidias, enquinas y rencores antiguos estimulados por el aguardiente. Hombres y mujeres, gritos y empellones, todos metidos en una trifulca que incluso atropellaban a los muchachos que dormían en el suelo entre pellejos y pullos (mantas). Otro acontecimiento inolvidable era la muerte y el entierro del viejo carnavalón. Uno de mis primos hacía de viuda, vestido de negro y largas trenzas. Su llanto lastimero y sus lamentos satíricos sonaban con veracidad. Desde mi “chiquititud” lo miraba y me parecía increíble que solo un disfraz le cambiara el vozarrón por un tono agudo, tristón y desgarrador. Finalmente, antes de introducir el féretro de “Ño carnavalón” en la tumba, se daba lectura a su testamento. Una lluvia de críticas, entre graciosas y reales, se ensañaba sin miramientos, en especial, contra el comportamiento de las autoridades y de los vecinos notables de la comunidad. Las muchachas de este tiempo / son como fruta en verano / pues sin que maduren bien / ya las ha comido el gusano.

En la pequeña ciudad de San Miguel de Pallaques mayormente se jugaba con agua, serpentinas, talco y betún. Las calles se convertían en escenarios de guerra donde se cruzaban baldes de agua, globos con anilina de diversos colores y no dejaban ni un rostro sin pintar. En esos días nadie podía pasar frente a una puerta o una ventana o bajo un balcón sin que un sorpresivo baldazo o un globo con agua cayera de improviso y lo mojara de pies a cabeza. Para los disfraces se usaban toda clase de materiales al alcance: fustanes, sostenes, blusas y vestidos de las hermanas o tías, máscaras diversas, plumas de patos y gallinas, otros compraban máscaras en Chepén. La diversión ilimitada se instalaba en las fiestas y unshas de las principales calles y barrios. En cambio la “gente de bien” se reunía en el Club Fraternal al ritmo de orquestas que mandaban traer desde Chiclayo o Cajamarca. En esas fiestas la opulencia de los disfraces eran imitaciones chabacanas de los carnavales europeos. Pero lo que más perdura en mis recuerdos son el sábado de carnavales cuando, por las calles principales, hacía su entraba triunfal el viejo “Carnavalón” y la impresión que causaba el diablo que venía adelante abriendo campo para el paso de la deidad carnavalesca y su comparsa. Con el látigo en la mano el diablo perseguía a sus provocadores. El diablo no distinguía entre mujeres o varones, entre jóvenes o viejos, en su “endiablada” persecución arrasaba con todo. Por esta severa actitud el diablo siempre fue temido, aunque los muchachos nunca dejamos de provocarlo, para luego salir corriendo asustados en cualquier dirección. Primero fue Carlos Díaz, aunque poco queda de él en mi memoria, en cambio su hermano Manuel Díaz quedará en mí como el verdadero “Diablo” del carnaval sanmiguelino. Agresivo. Soez. Valiente. Achorado. Temible. El disfraz lo convertía en un gigante horrible vestido de rojo, su cola chicoteando al ritmo de sus correteaderas y su látigo tronaba sacudiendo vientos y montañas. Me llaman pisadiablo / porque soy de San Miguel / mi costilla es alemana / y dice que piso bien. ¡Y que viva siempre la carne!

2)


No lo niego, soy un infiel empedernido. Algo tengo de honestidad. Por segunda vez abandoné a mi amada Colonia, mi patria postnatal, para ir tras una muchacha y celebrar el carnaval en Venecia, esa original y mágica ciudad, a la cual se llega desde tierra firme por el Ponte della Liberta que nos conduce hasta la Piazzale Roma. Con melodiosos susurros embriagando mis sentidos me cuenta que la ciudad está construida sobre cimientos de palafitos, unos complicados armazones de madera, pegando sus labios a los míos me dice suavecito que abarca un archipiélago de 118 pequeñas islas (incluyendo las islas de Murano y Burano) unidas entre sí por 455 puentes. ¡Ay, Venecia!, le digo, y mis manos alborotan sus palafitos, sus islas, sus canales y sus puentes. En el interior de la ciudad no hay tráfico rodado y yo camino tras altos tacones, caderas desconocidas y antifaces con secretos rostros. El transporte público se realiza mediante embarcaciones conocidas como vaporettos. Sus canales componen un gran entramado a modo de calles que parten del Gran Canal, vía por donde discurre multitud de embarcaciones, grandes y pequeñas, como las famosas góndolas, que son conducidas al modo de las balsas de los Uros del Titicaca.


Salí de la estación de trenes Ferrovia Santa Lucía, previo un café y un panino de proscietto crudo con mozzarella, en busca del hotel para dejar la maleta y luego salir en busca de la Piazza San Marco, porque es allí donde se realizan los principales actos y eventos públicos carnavaleros. Durante dos semanas, calles y canales de esta ciudad se convierten en el escenario de desfiles, espectáculos, óperas, conciertos y bailes. Cuando menos se lo espera, desde un angosto y oscuro pasaje aparece un arlequín, sobre el puente de un canal surge la imagen de una elegante dama del siglo XVII o una distraída señora adornada con un simple antifaz de intensos colores. Cientos de venecianos pasean disfrazados por las calles mientras son fotografiados por los miles de visitantes. Basta una insinuación para que un noble antiguo, una dama, la muerte, el amore con sus rosas y corazones, una Colombina, un Pierrot o un Brighella detengan su camino y posen para la fotografía. Han anunciado frío y lluvias, pero el vaticinio se cumple a medias. No llueve.

 

La magia del carnaval de Venecia se disfruta también navegando sus canales en vaporettos y góndolas y visitando las islas cercanas. Desde Fondamente Nuove partí a Murano, famosa por sus fábricas de vidrio y sus artistas que parecen tener un pacto con el diablo para darle formas y colores increíbles al sílex y álcalis fundidos. El sol brilla aunque el frío es poderoso. La presencia omnipotente del mar me asusta, pero al lado va mi sirena salvadora, el bálsamo a todos mis temores. Después me embarco a Burano de hermosos paisajes, casitas coloridas y de un solo piso. Paseando por sus calles me encontré con escaparates que exhibían fantásticos trabajos textiles que me hizo recordar las laboriosas y artísticas manos de las mujeres sanmiguelinas y sus telares. Aparece mi madre tejiendo servilletas y manteles, bordando alforjas y colocando flecos a las fajas y chalinas. Otro día recorrí las calles de Lido, donde estaba alojado, una lengua de tierra que defiende a Venecia de la violencia del mar. Sus playas, la mayoría privadas, en esta época estaban vacías y una mañana metí los pies en la arena y respiré la brisa madrugadora del mar. La joven que se cuelga de mi brazo es feliz entre la arena, el agua salada y ese vientecito que nos despeina. Se pone caprichosa y exige un gelatto. Sabe muy bien que a esas horas no hay helados, los negocios aún están cerrados, sin embargo se mantiene en sus trece: gelatto. Por la compra de un billete para el vaporetto se incluye una entrada gratis para visitar el casino. Me quedé dudando en la puerta de entrada, si soy suertudo en el amor, segurito tendré mala suerte en el juego. Tonterías, me dice ella, pero no entro al lujoso casino y más bien decido ir a conocer el barrio donde se realiza la Bienal de Venecia. Fue creada, me dice la muchachita del gelatto, por un grupo de intelectuales y hoy es un acontecimiento que ofrece numerosas manifestaciones internacionales de arte contemporáneo.


Estoy sentado frente al mar, en la Stazione Zaccaria, escuchando a un grupo de músicos ecuatorianos que tocan música clásica con zampoñas, quenas y antaras, mirando el sol y recibiendo arrumacos de la joven con la maschere nobile. Ella cuenta que con una regata conocida como la Fiesta del carnaval sobre el agua en el Gran Canal se inicia extraoficialmente el carnaval y después se hace un desfile de máscaras y disfraces en el Gran Teatro de la Piazza San Marco, luego, en horas de la tarde, en el mismo escenario, se llevará a cabo La Fiesta de las Marias. Cuenta la leyenda, me dice la soberana y engreída Colombina, que hace más de mil años, fueron raptadas por unos piratas doce muchachas vírgenes comprometidas en matrimonio. Finalmente las muchachas fueron liberadas y los piratas fueron asesinados por orden del Doge, magistrado supremo y máximo dirigente de la República de Venecia entre los siglos VIII y XVIII. En honor a esta victoria, se instituyó la llamada “Fiesta de las Marías” para lo cual se eligen doce de las más bellas doncellas de Venecia (dos por cada barrio de la ciudad) y se las viste con trajes típicos de la Edad Media. Yo soy tu María, amore mío, y recuerda, me anuncia zalamera, que soy virgen pero con experiencia. Me río de sus ocurrencias. El Club Cultural Italiano – CCI y el ayuntamiento organizan cenas de gala, desfiles, bailes de disfraces en distintos hoteles y palacios y disponen transporte especial de vaporettos para llegar a estos eventos. Las entradas oscilan entre los quinientos y mil euros. Desde la Piazza San Marco parte, todos los días y a distintas horas, el espectáculo de teatro itinerante Los Secretos de Venecia.


Temprano las angostas callecitas están casi vacías pero a partir de las diez de la mañana es casi imposible desplazarse. Los Carabiniere tienen que intervenir para regular “el tránsito de los peatones”. El sol se mantiene entibiando la tarde y otra vez la muchacha exige un gelatto, a cambio, me dice, te llevo a un lugar donde puedes alquilar a un precio razonable un disfraz y te pasees como un auténtico Malo Dottore. En el camino me encontré con una pareja de ancianos españoles disfrazados de venecianos y un grupo de peruanos cuyo niño, de unos cuatro años, corría entre la gente convertido en oso. Lo más extraño, si en los carnavales en todo el mundo, así como en San Miguel de Pallaques o en Colonia, los borrachos son los protagonistas, aquí en Venecia no, la gente casi no bebe alcohol. Lo más importante es, como en Río de Janeiro, el espectáculo de los disfraces y las máscaras, ellos son la esencia del carnaval de Venecia.


Por donde uno vaya, los escaparates de las tiendas están repletas de antifaces y máscaras artesanales a precios que oscilan entre doscientos y mil euros, pero también hay otras tiendas así como quioscos ubicados en calles y plazas donde se los puede conseguir por una bicoca. En una de esas tiendas compro un par de aretes con motivos de máscaras y el dueño me pregunta si soy peruano. Luego menciona a Machu Picchu. Famoso, me dice. Sin intervalos me pregunta por la política peruana. ¿Igual que aquí? Peor, le respondo. No, replica, antes exportábamos máquinas, teníamos industria pesada, ahora ya no, ahora exportamos mafiosos. Camino hacia Campo San Stefano, cruzo un canal y por una angosta callecita me asomo a la plaza Campo San Maurizio y entro a la carpa donde los artistas muestran cómo se confeccionan las máscaras. Aun con un poco de sol regreso a la Piazza San Marco y tomo un expreso en el Florian, el café más antiguo de Italia.

 

Así es mi adorado Pantalone, me dice con gesto erótico-gatuno la muchacha del gelatto, y agrega, durante el domingo de carnaval, al mediodía, se lleva a cabo el Vuelo del Ángel en la Piazza San Marco. Esta tradición, cuenta la joven del limoncello, tiene origen en los inicios del carnaval, cuando un joven acróbata turco logró, con la ayuda de un balancín, ir desde un barco anclado a orillas de la plaza hasta lo alto del campanario de San Marco, conectados ambos por una cuerda tensada. Al bajar, se dirigió hasta el balcón del Palazo Ducale, donde se encontró con el Doge. Las manos de la muchacha acomoda la máscara y se arregla el vestido. Se queda en silencio unos segundos. Hoy en día, vuelve a tomar la palabra con esa ternura que me desarma, un artista disfrazado de ángel, asegurado por cables metálicos, efectúa el descenso suspendido en el vacío desde el campanario hasta la plaza, donde es recibido por una salva de aplausos del público presente. Luego, a eso de las cuatro de la tarde, se celebra el concurso de las máscaras más bellas del carnaval. El miércoles todo se ha consumado. Temprano abandono el hotel rumbo a estación de trenes Ferrovia Santa Lucía.









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