Saturday, December 06, 2014

CHINALINDA y TRES EN UNO / Melacio Castro Mendoza


Melacio Castro Mendoza

CHINALINDA

 

Más grande y mucho más hermosa que una gallina, el ave hembra conocida en los campos de la sierra de San Gregorio, (San Miguel/Cajamarca) como Chinalinda, dejó el tupido verde monte y atravesando mi angosto y empinado sendero, apenas a unos metros de mis ojos, se detuvo y cantó. Sin aún haberla visto, siempre había oído hablar de ella. Sorprendido por su cercanía, frené mis pasos como un autómata, y sin respirar casi, la observé buscar sus alimentos entre las hierbas de la tierra dura. Concentrada, con su ganchudo pico amarillo golpeó el suelo, y volvió a cantar. En aquel momento, a la carrera, acudió a ella su macho. Algo crestón y no menos hermoso que su hembra, me resultó una delicia observar el movimiento de ambos. Sus exuberantes vestimentas, color negro y brillante, dejaban ver un poco más abajo de sus pechos, de sus piernas, de sus alas y de sus colas, abundantes y bien delineadas plumas blancas. Alegres, quizás, de haberme visto tan de mañana, cantaron en dúo. A punto de aplaudirlos por su fantástico regalo musical, alzaron vuelo y volvieron a la espesura de su monte. Aquella mañana, tan esplendorosa, corta e inesperada presencia suya me dio la sensación de ser un muchacho muy afortunado.
Ver a tan maravillosos ejemplares de ave Chinalinda me ayudó a enteder por qué, entre los campesinos de los campos de la sierra cajamarquina, el color negro es símbolo de belleza. En él los campesinos rinden culto a la noche.
El color negro del plumaje de la Chinalinda, oí decir a mis familiares de de los campos de San Gregorio, siempre va de la mano del color blanco. El uno complementa al otro. En la tierra, solían agregar, entre todos los colores, el negro representa la parte del día que nos trae el reposo y los sueños. El amarillo, a su vez, color del ganchudo pico del ave Chinalinda, sostenían, expresa la síntesis característica de la esencia del oro, obra éste de alguna Divinidad que se preocupó por pulir con él la perfección de la Belleza. 
Para el grueso de mis familiares, minifundistas montañeses de las occidentales tierras situadas en la Provincia de San Miguel, el ave Chinalinda era una muestra de perfección. Formateada (formada) por una bestial elegancia, según doña Juana Mendoza Novoa, mi mamá, aquella ave tiene una costumbre virtuosa: es inseparable de su pareja. La hembra y el macho constituyen una muestra de mutua entrega y un símbolo de ternura. Nunca ella pudo ver vivir a la una sin la otra, me instruía
- Quien mata a la una, aunque no la toque, mata a su pareja. De igual modo, en la Sierra, cuando nuestras parejas mueren, aunque la enfermedad que se las llevó no nos toque, morimos de tristeza – acentuaba

- Cholo Mela – solía abordarme acortando mi nombre la hermana de mi mamá, mi tía Rogelia Mendoza Novoa – si alguna vez quieres hacerte de una muchacha salvaje de estas montañas, sólo tienes que decirle que tiene la preciosura de un ave Chinalinda
Tras escucharla, mi mamá Juana soltaba una carcajada y en voz alta, atribuía a su hermana Rogelia la condición misma de salvaje.

“Lo salvaje puede encerrar virtudes y lo bello, peligro y vanidades, hijo”, me confesó una vez mamá. Pensativa, fijó sus ojos en los míos, y agregó: “Lo salvaje y lo bello pueden ser peligrosos y mortales. En una Chinalinda, lo salvaje y lo bello se juntan, seducen y pueden dar una abrumadora forma a la delicadeza y al amor”. “Una mujer serrana y campesina, hijo”, opinó bajando un poco la voz, “casi siempre soleándose en su abondono montañés, es delicada y es amorosa. En las ciudades, casi nunca es apreciada. En la costa, menos. Quizás por eso, en mi cerebro y en mi corazón, por su habilidad de convertir la tierra ruda en surcos y los surcos en fuente de productos alimenticios, tan necesitados y buscados en la sierra, en la costa y en la selva, esa misma mujer es, para mí, además de trabajadora, todo una brava y secreta Chinalinda”.  

Ante aquellas palabras, entendí, así mismo, de paso, por qué mi papá, Víctor Castro Julca, buscando los favores de mamá, después de nuestras cenas realizadas a veces al calor del mismo suelo y del fogón, bajando la voz hasta casi hacerla inaudible para sus hijos, le decía: “Aunque en la costa los dos sufrimos y aunque, además, tú me haces sufrir, te quiero mucho, mi Chinalinda”. 

Caín es un pueblito costeño de la costa norte. Sus cuatro puntos cardinales lucían rodeados por haciendas. Mis padres llegaron desde la Sierra a Caín, justo para pocos días después verme nacer al pie de una choza de debajo de un algarrobo. Su diminuta población crecía de año en año. Entre diciembre y marzo, los costeños “puros”, quienes impulsados por una cadena hereditaria de frustraciones económicas y de prejuicios nos corrían a pedradas, siempre quedaban en minoría. Sucedía que, en busca de los trabajos de temporada veraniega que ofrecían las haciendas, los campesinos de la sierra cajamarquina bajaban a Caín. Luciendo ojotas, sombrero de palma blanca con una cinta negra en su copa y ponchos teñidos con colores extraídos de ciertas plantas andinas, alforja al hombro  arribaban con quesos, cancha, llonque y su “averiada” forma de hablar. Si a los más jóvenes solía gustarle alguna muchacha del lugar, menor o mayor que ellos, la señalaban y por temor a ser celados y aporreados por sus familiares costeños, ejerciendo la peonada en los trasplantes de la semilla del arroz, cerca mío solían suspirar y expresar en voz baja: “Me gustaría cargar a la montaña a esa Chinalinda”.

 

TRES EN UNO

A modo de cuento que las personas cultivadas de las urbes suelen leer a sus hijos antes de dormir, mi mamá Juana Mendoza Novoa evocaba a la luz de un candil historias que en su medio andino había oído contar a sus mayores. Sin diferenciar la fantasía de la realidad ni la realidad de la fantasía, durante mi niñez sentada junto a mí sobre el suelo y durante mi juventud sentada a la mesa en que acabábamos de cenar, solía relatarme: 

- Crecí, hijo, oyendo a las señoras y a los señores mayores que los gentiles, hace ya muchísimos años, veían caminar al Rayo, al Relámpago y al Trueno como si los tres fueran una sola persona. Decían que en forma de muchachos, el uno y otro se desprendían de las coloreadas alforjas que cada cual usaba para cargar al trabajo sus raciones alimenticias de campo, de cada mediodía.

- ¿Para qué se desprendían de las alforjas? – pregunté una vez.
La respuesta de mamá fue:

- Para echarse a correr por todos los campos y por todos los caminos de la tierra. Bullangueros el Rayo y el Trueno, no dejaban nunca solo al silencioso Relámpago. Para los tres, no había altura, quebrada, río, laguna ni pampa que no visitaran. El Relámpago, decían, se le aparecía a la gente en forma de mujer unas veces y en forma de hombre otras veces, y paso a paso, entre los campos y los montes, iba enseñando a cada cuál cómo debía usar el fuego. Antes de que él nos diera la ida del fuego, hijo, la gente era muy ignorante. Imagínate: ¡nadie sabía usarlo como candela! Eso significa que ni siquiera cocinaban las cosas que comían y muchas veces, comiendo carne cruda, ¡se enfermaban y morían! El fuego, dicen que les aconsejó el Relámpago, mata los microbios y garantiza la pureza, la fuerza y la bondad de lo que debe ser comido.
El Trueno, al mismo tiempo que el Relámpago, dicen que era muy sabio. Andando de pueblo en pueblo y con su voz ¡brum, brum!,  desperataba a los dormilones. 

- ¿Para qué? – volví a preguntar

Mamá, apoyándose en lo que había oído afirmar a sus mayores, respondió: 

- Para enseñarles a hacer música... Siempre había alguien que trataba de aprender música. Contaban mis papás que en su labor, el Trueno se hacía ayudar por el canto de los pájaros, por el rumor de los vientos, por el murmullo de las corrientes de los ríos y por el galope, para muchos incapaz de ser oído, de los temblores y de los terremotos. Maestro paciente, el Trueno piezaba todos los sonidos que algunos llaman ecos y otros melodías, y los fijaba, como tú dices, al interior del cuerpo de las cañas, a la madera de los árboles, a los frutos, a las quijadas de los burros muertos, a algunas pieles y a algunos cueros prensados en forma de tambor. Al hombro cada una de esas piezas, como quien carga un tesoro, el Trueno, nuestro primer maestro de música y de bailes, gozaba enseñando a hacer música y a bailar a la gente. Apoyando a las personas mayores, mis papacitos decían que cuando el Trueno se les aparecía a los hombres y a las mujeres, además de enseñar música, anunciaba la llegada del agua. En ese caso, no se desprendía de las coloreadas alforjas sino salía, más bien, de entre las nubes negras que acostumbran cubrir nuestro azulísimo cielo y brum, brum, brum, reventaba en agua mojando de parte a parte la tierra. Cuando él y sus hermanos se aparecían entre las nubes, ¡nada ni nadie, tal cual como cuando se aparecen ahora, quedaba sin mojarse!  

Y del Rayo, hijo, antes de convertirse en un peligroso incendiario, según contaban las mismas personas mayores, enseñaba a quien tuviera cabeza, corazón y manos, a hacer hilos. Poco a poco, entendiendo lo que él deseaba, las mujeres le sacamos ventaja a los hombres. Con nuestras manos más pequeñas, logramos dar forma a los tejidos que nos sirven para hacer frazadas, ponchos, alforjas y  chompas. Sin ellos, no tendríamos cómo abrigarnos ante el frío ni cómo cargar nuestros quipes y equipajes. El Rayo, hijo, dueño de un carácter y de una fuerza irrompibles, prestaba su fuego al Relámpago y al Trueno. Siendo tres, eran una sola persona. El Rayo era nuestro Dios. Recogido el uno y el otro en un mismo seno, muy lejos de nosotros, dormían como deben dormir las divinidades. En medio de su sueño, unos hombres blancos, recién llegados a nuestras tierras, los sorprendieron. Dicen que a esos hombres blancos los había mandado un Rey con una orden: “Si no quieren morir, carajo, ¡tráiganme oro!”. ¡Un desalmado y un maldito diablo aquel Rey! Al llegar a nuestras ciudades y a otros lugares donde había jardines no sólo de flores sino también de oro y de plata, como si fueran el Diablo mismo en persona, los condenados hombres blancos empezaron a matar a nuestros gentiles... 

- ¿Por qué? – preguntó mamá a sus papacitos, muy asustada. Y ellos le contestaron:

- Porque muertos, podían quitarles su plata, su oro y sus tierras 

- Despertó el Rayo – sostenía mamá – y al oir que en nuestras tierras se cometían tantos abusos contra los gentiles, decidió mandar al Relámpago y al Trueno para que los animaran a recoger todas sus pertenencias: animales, alimentos, bebidas,  instrumentos de trabajo, ollas, ponchos, frazadas y sus cositas de oro y de plata. Cumplido por los gentiles su encargo, en persona y, por última vez en su forma más pacífica, el Rayo dio un consejo más a los gentiles: “Hijos míos”, les dijo, “entierren en el fondo de sus Huacas y de sus Cerros más queridos, todos sus muertos y todo cuanto tengan a la mano.  En su descanso de debajo de la Tierra, el cual va a ser muy largo, el Relámpago y el Trueno nunca les negará parte de sus luces. Las bocas de los Cerros y de las Huacas en que ustedes hagan sus entierros, serán protegidos por mí mismo!”. 

Después de que los gentiles hicieran lo que el Rayo les mandó y les recomendó, tronó y se alzó al Cielo, para nunca más bajar como gente a la Tierra. Desde entonces, si es que baja, lo hace cargado de chicotazos de fuego y lo que tocan, siempre lo incendia. ¡Algún día, decían mis papacitos, él llegará a tocar a todos los abusivos barbudos que desde el otro lado del mar nos mandó, para robarnos, el maldito y desalamado Rey blanco! Al viejo y sabio consejo del Rayo, hijo, se debe que en el fondo de cada Huaca y de cada Cerro protector de nosotros los pobres, sigan encontrándose muchos tesoros y restos de gentiles. Durante el día, decían los mayores, esos gentiles duermen y por las noches, aprovechando la más profunda oscuridad, despiertan. 

- ¿Para qué despiertan? – preguntó, ¡vaya la curiosidad de mamá! 

Y alguien cuyo nombre ya no recordaba, le respondió: 

- Para juntar sus propios restos, recomponerlos y salir a pasear por nuestras tierras, antes suyas.

- Los que han visto a los gentiles resucitados – continuaba mamá – , dicen que son muy buenas gentes. Amables, nunca hacen daño, de por sí, a nadie. Sólo cuando encuentran a los descendientes de los ladrones del Rey loco que los mandó a robarnos, sí que les hacen daño: les quita su propia alma. Los gentiles, hijos, tienen en las profundidades de las Huacas y de los Cerros, como Gran Mamá, a una mujer muy bonita. Los hombres le llaman la China. En sentido figurado, como tú a veces dices, es una mujer valiente, con aires de Chinalinda. En su cabeza de grandes trenzas negras lleva ella una cinta roja como adorno. Esa cinta es el Rayo. En la Huaca de las Estacas, la más cercana Huaca nuestra, algunas noches yo misma la he oído cantar. Enciende la luz del Relámpago y se hace acompañar de la música del Trueno. Con un lejano y agradable rumor de río, con ella cantan los pájaros, los gentiles y las corrientes del mismo viento. Poco antes del amanecer, puntual, se despide de nuestro mundo y transformada unas veces en lucero y otras en voladora pieza de oro si no en Serpiente dorada, vuelve a la profundidad de la tierra, a su cama. Si una persona de mala fe llega a verla, pierde el juicio.

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