Ciro Mendoza Barrantes(*)
EL ANGEL GUARDIAN Y LA BARCA DE CRISTAL
Las melodías herían el corazón de las prietas y morenas rocas que se endurecían más a cada instante, las pajas de hichu derramaban perlas diamantadas; en lo alto las nubes entumecidas por el frío se apretujaban como para darse abrigo, encortinando así al astro rey y enlutando al elegante y azulado cielo. Esas notas musicales que manaban del ahuecado carrizo, una especie de alegría y tristeza, de dulce y amargo; cual huracanadas y tormentosas explosiones sinfónicas, expresaban la profunda decepción de un joven que sufría la crueldad y traición del primer amor.
Juan José cansado de tanto tocar, dejó caer la flauta y se recostó sobre el duro colchón de la gran roca. Pensó en ella, en la que hoy coqueta y alegre estaría en brazos de otro hombre. Arriba las nubes al no escuchar la sinfonía, sigilosas y movidas en complicidad con el viento se alejaron dejando al amo del día para que nítido calentara la tierra. Los rayos envolvieron con sus mantos invisibles al hombre que cansado y dolido por el insomnio de la noche anterior, se puso a dormitar.
Allá abajo la manada de ovejas, alegres, ligeras y retozonas corrían hacia las riveras del riachuelo para beber de esas aguas frescas y claras, mordisquear las verdes esmeraldas de jugosas hierbas que les servían de sustento- ¿Acaso ese sosiego devolvió la alegría a toda la manada al no escuchar las melodías tristes de su amo?, que por varios días no hacía más que llevar el instrumento a los labios y dejar que el corazón rompiera en llanto esparciendo por el campo el dolor y las penas.
El Ángel Guardián que nada podía hacer por aliviar el hondo sentimiento del muchacho, regocijado de la quietud y cansado de tanto lamento, salió de ese cuerpo y fue tras la manada; pero otra clase de música llamó su atención. Una cascada había templado las cuerdas de cristalinos hilos y el tamborileo de las gotas al caer sobre las rocas, entonaban una canción de paz, de quietud, de dicha y felicidad; al compás de esta música angelical unos hilos de colores salidos en dirección opuesta formaban el arco iris que descansaba quieto sobre el remanso de las aguas cristalinas y al otro extremo se perdía en el frondoso follaje de alegres helechos, y así escribían el pintoresco cuadro del paisaje. Se acercó batiendo sus delgadas alas y allí dentro de la poza un circo de plateados y multicolores peses jugaban, llevando en la punta de sus pequeñas bocas burbujas de ensueño. Fascinado por la armonía de esos seres tan bellos se quedó encantado.
Los peses le construyeron una barca de cristal, utilizando como base una concha de nácar que sus ancestros trajeron desde las profundidades del mar, tejieron la blanca cama de las más finas y caras sedas traídas de los cuentos de hadas, adornaron la barca con rubíes, esmeraldas, lágrimas y gotas de diamantes, pepitas de oro que abundaba dentro de las arenas y así la barca fue la más lujosa de sobre toda la tierra. Los anfitriones ante la presencia de un ser angelical estuvieron más felices que antes, en una paz inquebrantable y llena de alegría. El tiempo se había quedado quieto dentro del majestuoso pozo del ensueño.
Una tórtola vestida de la más pura y blanca seda, llegó abaniqueando sus alas, movió la pequeña embarcación hasta la rivera y con su dorado pico rompió el cristal.
- ¿Quién eres tú qué osas romper mi barca y perturbar mi tranquilidad?
- Acaso soy la voz de tu conciencia. Sube sobre mis alas y vamos pronto a ver al hombre que abandonaste.
- Soy feliz aquí y si antes cuidaba de un solo ser, hoy cuido de cientos de estas hermosas criaturas en donde no existe el odio y reina el amor y la bondad.
- Nuestro Padre te envió para cuidar un hombre, los peses se cuidan solos. Juan José se ha vuelto malo, mata por diversión y orgullo, viola por placer sin importarle que la mujer sea soltera, casada o viuda, roba por egoísmo, quiere ser el más rico de los ricos y hasta blasfema de nuestro Creador, azoló toda la comarca, mientras tú descansas plácidamente en lujosa mansión.
Los ojos parecieron nublarse de llanto, era triste la despedida y cual ágil jinete, subió sobre los lomos del ave. Casi ya no escuchó el coro de aplausos, las urras y las despedidas. Cuando llegó hasta el hombre que le encomendaron ser su guardián , tuvo miedo de entrar en el, lo dejó joven y hoy era un adulto endurecido, y ese corazón blanco e inocente que dejó, estaba teñido de negro, ensuciado en el más puerco lodo del camino; entonces pidió perdón.
- Señor, soy culpable de todo lo que ha podido suceder a este hombre, merezco el peor de los castigos – oró.
En esos mismos instantes, Juan José cayó de rodillas, como fulminado por un rayo y también se arrepintió.
- Señor Jesús, no soy digno ni siquiera mirar tu capa desde lejos; cuanto mal he causado al prójimo, como poder remediarlo ahora, sólo si puedes ¡perdóname Señor!
El negro manto que envolvía el corazón, clareó un poco
Juan José cansado de tanto tocar, dejó caer la flauta y se recostó sobre el duro colchón de la gran roca. Pensó en ella, en la que hoy coqueta y alegre estaría en brazos de otro hombre. Arriba las nubes al no escuchar la sinfonía, sigilosas y movidas en complicidad con el viento se alejaron dejando al amo del día para que nítido calentara la tierra. Los rayos envolvieron con sus mantos invisibles al hombre que cansado y dolido por el insomnio de la noche anterior, se puso a dormitar.
Allá abajo la manada de ovejas, alegres, ligeras y retozonas corrían hacia las riveras del riachuelo para beber de esas aguas frescas y claras, mordisquear las verdes esmeraldas de jugosas hierbas que les servían de sustento- ¿Acaso ese sosiego devolvió la alegría a toda la manada al no escuchar las melodías tristes de su amo?, que por varios días no hacía más que llevar el instrumento a los labios y dejar que el corazón rompiera en llanto esparciendo por el campo el dolor y las penas.
El Ángel Guardián que nada podía hacer por aliviar el hondo sentimiento del muchacho, regocijado de la quietud y cansado de tanto lamento, salió de ese cuerpo y fue tras la manada; pero otra clase de música llamó su atención. Una cascada había templado las cuerdas de cristalinos hilos y el tamborileo de las gotas al caer sobre las rocas, entonaban una canción de paz, de quietud, de dicha y felicidad; al compás de esta música angelical unos hilos de colores salidos en dirección opuesta formaban el arco iris que descansaba quieto sobre el remanso de las aguas cristalinas y al otro extremo se perdía en el frondoso follaje de alegres helechos, y así escribían el pintoresco cuadro del paisaje. Se acercó batiendo sus delgadas alas y allí dentro de la poza un circo de plateados y multicolores peses jugaban, llevando en la punta de sus pequeñas bocas burbujas de ensueño. Fascinado por la armonía de esos seres tan bellos se quedó encantado.
Los peses le construyeron una barca de cristal, utilizando como base una concha de nácar que sus ancestros trajeron desde las profundidades del mar, tejieron la blanca cama de las más finas y caras sedas traídas de los cuentos de hadas, adornaron la barca con rubíes, esmeraldas, lágrimas y gotas de diamantes, pepitas de oro que abundaba dentro de las arenas y así la barca fue la más lujosa de sobre toda la tierra. Los anfitriones ante la presencia de un ser angelical estuvieron más felices que antes, en una paz inquebrantable y llena de alegría. El tiempo se había quedado quieto dentro del majestuoso pozo del ensueño.
Una tórtola vestida de la más pura y blanca seda, llegó abaniqueando sus alas, movió la pequeña embarcación hasta la rivera y con su dorado pico rompió el cristal.
- ¿Quién eres tú qué osas romper mi barca y perturbar mi tranquilidad?
- Acaso soy la voz de tu conciencia. Sube sobre mis alas y vamos pronto a ver al hombre que abandonaste.
- Soy feliz aquí y si antes cuidaba de un solo ser, hoy cuido de cientos de estas hermosas criaturas en donde no existe el odio y reina el amor y la bondad.
- Nuestro Padre te envió para cuidar un hombre, los peses se cuidan solos. Juan José se ha vuelto malo, mata por diversión y orgullo, viola por placer sin importarle que la mujer sea soltera, casada o viuda, roba por egoísmo, quiere ser el más rico de los ricos y hasta blasfema de nuestro Creador, azoló toda la comarca, mientras tú descansas plácidamente en lujosa mansión.
Los ojos parecieron nublarse de llanto, era triste la despedida y cual ágil jinete, subió sobre los lomos del ave. Casi ya no escuchó el coro de aplausos, las urras y las despedidas. Cuando llegó hasta el hombre que le encomendaron ser su guardián , tuvo miedo de entrar en el, lo dejó joven y hoy era un adulto endurecido, y ese corazón blanco e inocente que dejó, estaba teñido de negro, ensuciado en el más puerco lodo del camino; entonces pidió perdón.
- Señor, soy culpable de todo lo que ha podido suceder a este hombre, merezco el peor de los castigos – oró.
En esos mismos instantes, Juan José cayó de rodillas, como fulminado por un rayo y también se arrepintió.
- Señor Jesús, no soy digno ni siquiera mirar tu capa desde lejos; cuanto mal he causado al prójimo, como poder remediarlo ahora, sólo si puedes ¡perdóname Señor!
El negro manto que envolvía el corazón, clareó un poco
EL VIEJO ALISO DE LA QUEBRADA
Un viejo aliso de barbas blancas y enjutas, cubierto su cuerpo y ramas de popapopas, vivió solitario junto a una quebrada; sus días fueron tristes y sus noches fúnebres. Vio pasar el invierno y luego el verano de uno y otro año. Sólo pajarillos de vez en cuando alegraban sus hojas con alegres cantos; a sus pies crecían unos matorrales; por su raíz pasaba una bocatoma que llevaba el agua a otros lugares. Su copa llegaba cerca de las nubes.
Siempre su semilla caía al agua, ésta arrastraba los pequeños granos para enterrarlas en profundas pozas. Mas un día el buen viento arrojó semillas en tierra fecunda, entre matorrales y hierbas delgadas.
- Pronto tendré compañía – se alegró el viejo esperando con ansias ver crecer sus frutos.
Larga fue la espera, bueno el resultado, por dentro de zarzas y pequeños montes asomaron plantas de hojas verdosas que día a día crecían y crecían, dejando tras ellas a pequeños arbustos. En el mes de agosto, en tiempo de viento, los árboles ya grandes jugaban alegres alrededor del viejo y siempre con el viento se daban un beso. El aliso viejo cantaba de gozo y con sus ramitas les daba n abrazo.
Los árboles ya maduros lo que quiso el viejo soñando en las noches albergar en sus ramas a bellas torcazas. Una hermosa tarde llegó una bandada y se posaron todas en sus viejas ramas. Desde aquella tarde el viejo no se sintió viejo. Feliz sonreía en noches de luna. Todas las torcazas allí se quedaron el viejo aliso los veía contento; como se amaron y pronto sus nidos allí fabricaron. Vio poner los huevos, nacer los pichones y con gran jolgorio volar en sus ramas.
Las liebres parduscas en medio del bosque sus nidos formaron y a la luz de la luna, alrededor del viejo en rondas jugaron.
La felicidad no dura y siempre perdura la melancolía. Un día llegaron cargando en sus hombros, hacha, machete, serrucho y calabozo. Al único bosque que allí encontraron; hombres que empezaron por rozar el monte y cortar los árboles de aliso en la pequeña floresta. Éstos se quejaron y lloraron mucho al sentir el hacha morder su corteza y malograr su carne. Con mucho estruendo caían y caían hasta no quedar ya en pie ninguno.
- Cortemos al viejo - los hombres dijeron.
- El viejo no sirve porque está muy viejo – contestaron otros.
- Servirá para tabla - otro hombre les dijo.
- Será otro día porque ya es muy tarde – dijeron entonces.
Luego descascararon a los ya caídos. El viejo miraba con ojos llorosos. Y pareció el viejo volverse más viejo.
Y desde ese día las aves se fueron a tierras extrañas para no volver. Los que si volvieron fueron esos hombres, que con mansas yuntas cargaron los troncos de todos los muertos y en fuertes caballos llevaron sus ramas.
Toda la madera sirvió para que hagan una casa blanca allá en la colina y las ramas gruesas sirvieron de leña para los fogones; sólo allí quedaron las más chiquitinas envueltas en luto con los pequeños matorrales que fueron cortados.
Un día de sol llegó un solo hombre y prendió en llamas lo que quedó del bosque.
Herido aquel viejo, se quedó parado junto a la quebrada y murió de viejo de dolor y pena.
Las liebres se fueron, nunca más volvieron y donde fue el bosque, ausente un buen tiempo, ni yerbas crecieron.
Hombres y mujeres lloraron y lloraron, no tuvieron troncos para sus viviendas, ni tampoco leña para los fogones y todos se quejaron por destruir el único bosque que allí tuvieron.
Siempre su semilla caía al agua, ésta arrastraba los pequeños granos para enterrarlas en profundas pozas. Mas un día el buen viento arrojó semillas en tierra fecunda, entre matorrales y hierbas delgadas.
- Pronto tendré compañía – se alegró el viejo esperando con ansias ver crecer sus frutos.
Larga fue la espera, bueno el resultado, por dentro de zarzas y pequeños montes asomaron plantas de hojas verdosas que día a día crecían y crecían, dejando tras ellas a pequeños arbustos. En el mes de agosto, en tiempo de viento, los árboles ya grandes jugaban alegres alrededor del viejo y siempre con el viento se daban un beso. El aliso viejo cantaba de gozo y con sus ramitas les daba n abrazo.
Los árboles ya maduros lo que quiso el viejo soñando en las noches albergar en sus ramas a bellas torcazas. Una hermosa tarde llegó una bandada y se posaron todas en sus viejas ramas. Desde aquella tarde el viejo no se sintió viejo. Feliz sonreía en noches de luna. Todas las torcazas allí se quedaron el viejo aliso los veía contento; como se amaron y pronto sus nidos allí fabricaron. Vio poner los huevos, nacer los pichones y con gran jolgorio volar en sus ramas.
Las liebres parduscas en medio del bosque sus nidos formaron y a la luz de la luna, alrededor del viejo en rondas jugaron.
La felicidad no dura y siempre perdura la melancolía. Un día llegaron cargando en sus hombros, hacha, machete, serrucho y calabozo. Al único bosque que allí encontraron; hombres que empezaron por rozar el monte y cortar los árboles de aliso en la pequeña floresta. Éstos se quejaron y lloraron mucho al sentir el hacha morder su corteza y malograr su carne. Con mucho estruendo caían y caían hasta no quedar ya en pie ninguno.
- Cortemos al viejo - los hombres dijeron.
- El viejo no sirve porque está muy viejo – contestaron otros.
- Servirá para tabla - otro hombre les dijo.
- Será otro día porque ya es muy tarde – dijeron entonces.
Luego descascararon a los ya caídos. El viejo miraba con ojos llorosos. Y pareció el viejo volverse más viejo.
Y desde ese día las aves se fueron a tierras extrañas para no volver. Los que si volvieron fueron esos hombres, que con mansas yuntas cargaron los troncos de todos los muertos y en fuertes caballos llevaron sus ramas.
Toda la madera sirvió para que hagan una casa blanca allá en la colina y las ramas gruesas sirvieron de leña para los fogones; sólo allí quedaron las más chiquitinas envueltas en luto con los pequeños matorrales que fueron cortados.
Un día de sol llegó un solo hombre y prendió en llamas lo que quedó del bosque.
Herido aquel viejo, se quedó parado junto a la quebrada y murió de viejo de dolor y pena.
Las liebres se fueron, nunca más volvieron y donde fue el bosque, ausente un buen tiempo, ni yerbas crecieron.
Hombres y mujeres lloraron y lloraron, no tuvieron troncos para sus viviendas, ni tampoco leña para los fogones y todos se quejaron por destruir el único bosque que allí tuvieron.
(*) Ciro Mendoza Barrantes.- Nació en el distrito de San Silvestre de Cochán, en 1958. Estudió primaria en su lar y secundaria en el Colegio Nacional “San Andrés” de Llapa. Ingresó a la Guardia Civil en 1977 (hoy Policía Nacional del Perú). Obtuvo el Primer Puesto en el concurso de cuentos organizado por INFOR en 1985. Ha publicado: El osito de peluche y otros cuentos (1986), Ramillete de cuentos, etc. También es creador lírico y de novelas.
Foto@rte Pisadiablo
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