San Miguel, 1972 (Foto archivo: Víctor Hugo Alvítez Moncada)
Sin duda los recuerdos se almacenan en la memoria de una manera arbitraria y cada uno, de acuerdo a las circunstancias, transforma muy hábilmente en ficción hechos que en el pasado fueron reales, o al decir de mi padre, “esto sucedió como les digo”, “es la purita verdad”. Y dicen que cada familia va inventando historias que las emplea para ilustrar, para educar, para compartir con otras familias y otras aldeas o comunidades. Es así como San Miguel de Pallaques, el pueblo andino a más de dos mil quinientos metros sobre el nivel del hambre y del mar, donde nací, ha ido gestando sus propias tradiciones y mitos que se han transmitido de generación en generación. Gracias a estas historias recordamos a nuestros antepasados y podemos imaginar como vivieron.
De San Miguel de Pallaques partí en esa edad en que todo nos parece grandioso, todos los recuerdos me remiten a calles y plazas gigantescas, ríos y quebradas caudalosas, caminos interminables y casas o casonas de monstruosas dimensiones. En la década del 60 empezaron a construir el mercado nuevo, un enorme edificio de cemento que me parece fue concebido para nunca terminar su construcción. Las calles aledañas se llenaban los domingos de gente ensombrerada que venían de las campiñas cercanas trayendo a vender toda clase de frutas, de tubérculos, de verduras e infinidad de productos hechos a mano. En mis recuerdos permanece un extraño personaje vestido con falda y pantalón y sombrero a la pedrada. Nunca me atreví a preguntar quién era y por qué vestía de esa manera.
Walter Lingán, escritor sanmiguelino afincado en Alemania junto a su hijo Sayri, frente a la casa donde vivió su niñez, Jr. Miguel Grau (3a. cuadra) San Miguel de Pallaques, Julio del 2009. Foto@rte Pisadiablo
En aquel entonces la famosa plaza de toros se edificaba en el lado posterior del mercado nuevo. Palcos y barreras se construían de adobe y madera. El improvisado redondel era terminado días antes de la primera corrida de toros para la feria de septiembre. En una de estas tardes, mientras “pisábamos” el barro para los adobes, Toto Carlos me pasó la palana pero con tan mala suerte que su filo se clavó en mi pie izquierdo, no perdí un dedo, pero llevo la marca imborrable de una cicatriz inolvidable. Si mal no recuerdo uno de los hermanos Novoa se lucía de torero junto a las grandes figuras entre las que destacaba el famoso Paco Céspedes. En esa época todos los muchachos nos desvivíamos por emular a Paco Céspedes, pero Cesitar, el hijo menor del “paisa” Torres, soñaba con ser como Manuel Benitez El Cordobés, ese gran matador español.
Los dos primeros años asistí a una escuelita ubicada en una vieja casona de la calle Grau. Frente a la escuela vivía la familia Vigo, en la misma acera existía una panadería en la cual me inicié en las labores de repartidor de pan antes de ir a la escuela. Frente a esta panadería tenía su taller de zapatería don César Cruzado. El hermano menor de los Vigo, alto, moreno, delgadísimo y de cabellos ensortijados fue uno de mis compañeros de aula. Años más tarde me cruzaría con frecuencia con su hermano mayor en la facultad de medicina de San Marcos. La escuelita de mis primeras letras fue inaugurada por las maestras Luzmila Bravo Barrantes y Melva Arias, esta última se casaría, algún tiempo después, con Javier Jave, mi maestro en la famosa Escuela Prevocacional de Varones Nro. 73. Varios de nosotros, por ese entonces, vivimos enamorados de Luzmilita Bravo. Mucho tiempo estuvo conmigo su perfume embriagador y aún recuerdo aquella vez que me colocó sobre sus faldas y con disimulo, extasiado, recostaba mi espalda sobre el calor de su pecho. Y claro, para una representación teatral o la declamación de un poema con motivo de alguna fiesta patria o aniversario especial yo era el escogido y me esforzaba por no defraudar a mi amada maestra.
Mis padres, pobres pero con grandes dotes de magos, multiplicaban un pan y estiraban el té para repartirlo entre la numerosa prole, me compraron el primer par de zapatos para el desfile escolar de fiestas patrias. Seguramente creyeron que iba a tener una talla de basquetbolista y me compraron zapatos más grandes de lo que me correspondía, esperando que un año más tarde no haya necesidad de comprar nuevos zapatos. La noche anterior al desfile llovió sin misericordia y llenó de agua los baches de las calles. En pleno marcial desfile por la calle Bolívar, al saltar uno de estos pozos, el zapato voló y naufragó parsimonioso como el Titanic. Rojo de vergüenza abandoné el desfile ante la risa del público. Desde ese día empecé a odiar los desfiles cívico-militares y ser miembro de una familia tan trabajadora y tan misia. Los domingos solía trabajar de dependiente en la tienda de abarrotes del Totí José Castañeda y cuyo pago era de cinco soles, una bolsa de naranjas y dos pescados secos.
Y mis padres también amaban “el nomadismo”. Habitamos diferentes casas en poco tiempo. Según testimonios de mi tía Francisca nací en la calle Cajamarca, muy cerca a la peluquería de don Humberto Pérez. Su esposa, doña Victoria Quiróz es posible que pueda saberlo, pues ella, como mi madrina, me cargó a la pila bautismal. Luego recuerdo haber vivido en la calle Grau, frente a la casa de la familia Carlos Reyes-Luz Quiróz, en la casa contigua a la del laureado poeta nacional Demetrio Quiróz Malca. De ahí mi estrecha amistad con los hermanos Calín y el Conejo Homero Reyes. El diestro jugador de yases Rodrigo Malca, hoy convertido en un famoso showman que con su potente voz hace estremecer a la iglesia desde sus raíces, nos invitaba a su casa para jugar a las escondidas con la clara intención de ganarse un poco del amor de Calín. Vestidas de negro diviso en mis recuerdos a las militantes católicas doña Úrsula y Carmen, tías de Calín y Homero, que me hacían rezar el credo y el padrenuestro para estar siempre limpio de pecado. Frente al local de la antigua comisaría vivían, en una vieja casona, los hermanos Alberto y Enrique Quiróz, conocidos por el apodo de Cafeteras. Debo también traer a la memoria a don Víctor Hernández El chilposo que siempre intentaba robarme un pan de mi canasta cuando pasaba frente a su cantina con olor a kerosene. Recuerdo al Motori persiguiendo a las chicas o bailando borracho frente a la tienda de don Aníbal Quiróz. También al gigante y fortachón Manuel Díaz Zango que se disfrazaba de diablo en los carnavales y repartía latigazos sin interesarle quien se le cruzara en su camino de shapingo.
Cuando mi padre se fue a Bagua nos tocó emigrar a una casa ubicada frente al chorro, en la salida a Calquis y Taulíz. Aquí hice buenas migas con Norma y sus hermanas, hijas de don Miguel Cubas. Con Manuel Carrascal y sus hermanos, así como con su primo Víctor Carrascal El Tarzán que solía caminar descalzo. También habitamos una casa en una calle cerca a la casa del zapatero don César Cruzado, ahí se acrecentó mi amistad con el Pichón Julio Cruzado, que hace poco me escribió un mensaje virtual recordando nuestros gloriosos años de cuando jugábamos sin tener conciencia como el tiempo pasaba. Finalmente fuimos a reunirnos con mi padre a Bagua. Dos años después me enviaron a Lima, desde donde en 1982 los vientos del destierro, del nomadismo, me llevaron a Alemania, primero a Muenster, luego a Aachen y terminaron mis andares en Colonia, la ciudad donde resido desde 1984. Y desde entonces de San Miguel llevo el recuerdo de la iglesia y su campanario, de la plaza de armas y las callecitas empedradas y divididas por una acequia donde muy temprano solía lavarme los pies.
El engreimiento que nos brindaban las maestras de la primera escuelita se acabó cuando nos trasladamos a la Escuela Pre-Vocacional de Varones Nro. 73, cuyo director era don Hernán Mendoza Vásquez, más conocido como Pavoenfarra. Era alto, canoso y piel colorada, será por eso el apodo tan certero que le endilgaron. Este señor había prohibido a los alumnos de la escuela jugar fútbol en la plaza de armas y en el atrio de la iglesia. Naturalmente todos hacíamos caso omiso a esa prohibición, incluido su hijo el Orejón Oliverio. Desde la habitación que tenía en plena plaza de armas mantenía férrea vigilancia y con suma paciencia anotaba los nombres de los famosos futbolistas, la cantidad de goles anotados y el volumen de los gritos. El día lunes en plena formación en el patio nos iba llamando de uno en uno a los deportistas que podríamos habernos convertido en una de las glorias de fútbol peruano. Frente a todos los alumnos, maestros y algunos padres de familia nos llamaba de todo, menos aquello de que cultivando el deporte estábamos también desarrollando el alma. “Estos sinvergüenzas, vagos, se dedican los fines de semana a destruir el parque, a molestar a la gente devota que va a iglesia en busca de paz espiritual”. Todos con la cabeza gacha soportábamos el agravio, lo mismo hacía el Orejón Oliverio. Pero los peores de todos esos shapingos eran los hermanos Monsefú: Benjamín, Elmo y Juan, hijos de don Pepe y doña Jeshu que regentaban una picantería al costado de la casa del “paisa” Torres y la chinganita de doña Fisha. “Estos son lo peor de lo peor, los zánganos, los destructores”, y señalaba con gestos furibundos al famoso trío. El castigo impuesto era cantar un bolero, un huayno o cualquier canción. A mí me pedía siempre, no sé las razones, que cante el bolero de Javier Solís que empezaba diciendo; En el oro de tu pelo me he enredado / el sabor de tu boca me ha quemado... Quién sabe que libidinosos recuerdos le traían tan ardiente canción. Luego nos llevaba a la dirección, sacaba el famoso “san martín de tres puntas” y descargaba toda su furia sobre nuestros traseros. El Orejón Oliverio ni cantaba ni era tocado por el cuero corrector de malas conductas y costumbres. Se quedaban los dos a solas y escuchábamos la carajeada que le rompían los oídos más no las ganas se seguir jugando fútbol en la plaza de armas o en el atrio de la iglesia. ¿Y quién no soñaba con ser un Paco Elera para defender en el arco los colores de la selección sanmiguelina o ser un goleador como Tirso Linares?
Como les contaba, en la escuela 73 me tocó como maestro del segundo año de primaria el maestro César Torres, más conocido como “paisa” Torres. Entre los compañeros que recuerdo en esta etapa están los hermanos Quesquén, el Ashé Carlos Malca Becerra cuyo peor insulto era llamarlo “criacho” de don Benjamin Bravo, el Sebo Javier Quiróz, sobrino de nuestro maestro, el Pichón Julio Cruzado Quiróz, el Gordo Eladio Reyes, Caíco Carlos Malca, el Haragán Juan Hernández, Winston Malca y Jorge Serrano, entre muchos otros. El “paisa” Torres, más que un docente era un tirano cuyo lema no podía ser otro que la letra con sangre entra, en especial la tabla de multiplicar. Podría decir que la tabla de multiplicar la aprendimos más por miedo que por convicción. En la pizarra dibujaba un círculo grande, alrededor del círculo y al centro un número que variaba del uno al doce de acuerdo a su gusto. Luego señalando un número externo al círculo multiplicado por el número del centro, preguntaba por el resultado. Quien demoraba en contestar o balbuceaba con temor o duda, era golpeado salvajemente. De una patada estrellaba al alumno contra la pizarra o con la palmeta de madera intentaba rompernos las manos o llamaba a uno de los Quesquén, al más grande, quien cargaba al alumno a castigar y con un trenzado de cuero el “paisa” Torres le golpeaba las nalgas hasta que reventaban sangre. Normalmente llegaba borracho a clases y se quedaba dormido inclinando la cabeza sobre el pupitre. Sus ronquidos eran estrepitosos. Al despertar empezaba con los suplicios. Hasta que una vez su sobrino Javier Quiróz no pudo soportar más los golpes y salió corriendo del aula con la intención de ir a quejarse donde su madre. Al “paisa” Torres se le pasó la borrachera y corriendo detrás le gritaba: ¡No, Javichito, no te vayas, no te volveré a pegar!
El aula estaba ubicada en la parte posterior del patio central y había sido el antiguo camal del pueblo. Aún olía a sangre y a carne descompuesta. Al costado había un patio de tierra que lo ocupamos como cancha de fútbol con el nombre de El Maracaná. De aquí salíamos llenos de goles y de tierra. Desde una de las paredes posteriores se divisaba la llamada Curva del Moro y cuando asomaban los camiones de Vitalicio Yeckle, del Shingo bravo Marco Guzmán y del Champa Mario todos comentábamos con orgullo en ser algún día choferes para recorrer carreteras y cruzar desiertos y montañas. En esta época llegó a nuestras vidas la hermosa Arlita, celestial criaturita tan linda como una reina de belleza, hija de don Ramón Gálvez, comerciante de abarrotes, cuyo local estuvo ubicado en la esquina del jirón Bolívar y la calle Grau, frente a la casa del Pisadiablo Víctor Hugo Alvítez. Cuándo estábamos a punto de culminar la primaria, nuestros corazoncitos se alocaban al ver pasar, con esa cadencia de hembras en pleno apogeo, a las hermanas Florencia, Carmen y Emilia Romero, hijas de uno de los maestros más querido de la escuela. Fue la temporada en que me hice inseparable con el Ashé Carlos Malca y el Araña Víctor Saravia. En una oportunidad los volví a encontrar en Lima, después se me perdieron de vista y sólo de “oídas” sé que Carlos Malca reside en la olímpica ciudad de Barcelona.
Los perros Bochero, cuyo dueño era don Leonidas Romero, de quien se decía que tenía un pacto con el diablo que habitaba en el Condac, y Tarzán, que pertenecía al Cherro Alberto Quiróz, hombre que andaba a caballo y con el sombrero a la pedrada, se habían declarado enemigos acérrimos. El Bochero, hermoso, musculoso, se desplazaba zumbón por todo el jirón Bolívar como si fuera consciente de su hermosura y fortaleza. El Tarzán, robusto, campechano, de un carisma que se dejaba querer con solo mirarlo una vez, más bien de mirada serena solía pasearse tranquilo, con pachocha por las calles cercanas al panteón y el mercado, así como por la plaza de armas. Pobre de aquél que traspasara sus fronteras respectivas que ellos instintivamente habían marcado. Cada encuentro era seguido por una encarnizada lucha cuerpo a cuerpo. Semejaban dos gladiadores luchando a muerte por conservar la vida. La gente cruzaba sus apuestas, si bien es cierto que el Tarzán gozaba de las simpatías mayoritarias, también era derrotado con frecuencia. Hasta que llegó el momento que el Tarzán empezó a huir del Bochero. El Tarzán ya más viejo, casi sin dientes y sin fuerzas evitaba encontrarse con el Bochero.
NUESTRA GENTE. Domingo en San Miguel. Foto@rte Pisadiablo
Cerca al acogedor Parque de los Haraganes tenía su casa don Abelardo Diaz, el famoso vendedor de las máquinas de coser Singer. En las tardes acostumbraba sentarse en una de las bancas, a veces solo, otras veces en animadas tertulias con algunos vecinos. Era delgado y su miopía la compensaba con gruesos anteojos. El Chimbalcao Santos Malca también descansaba horas y horas, agotado por alguna temprana borrachera. También recuerdo a Casiano Castañeda hablando en voz alta, un católico practicante y muy devoto, pero cuando bebía alcohol se le cruzaban los chicotes y convertido en un hereje se mandaba con ácidas críticas contra el cura del pueblo. “Y el que diga que no, que se vaya a la Mishka, donde vive Casiano”, esa era la célebre frase de este parroquiano. Otra vecina conocida de este barrio era doña Zarela quien cargaba en una canasta toda su vajilla, deteniéndose a lavarlos en las acequias y pilones de agua que encontraba. Debido al parkinson le temblaban las manos de manera incontrolable, pero la gente comentaba que eso le sucedía por haberse comido las garras del cuy. Su hijo, un amable y respetoso zapatero remendón, se le conocía como El Zarelo.
La casona de don Benjamín Bravo era enorme con varias entradas en el jirón Bolívar y otra en la calle Grau. En uno de los salones que daba al jirón Bolívar se expendía los domingos chicha de jora preparada por aquella joven y atractiva muchacha Pola y su fiel amiga Filomena. Una temporada vivimos frente a esta casa. Con mi amigo de travesuras, el Chueco Martín Rojas nos pasábamos días enteros en el amplio patio modelando diminutos adobes, construyendo abstrusas carreteras, pequeños puentes. No llegamos a convertirnos en ingenieros tan sólo ingenuos paisanos en una Lima monstruosa y caótica. El Pichuta Jorge Pérez más molestaba que apoyaba nuestros juegos, por lo que, con infinidad de trucos, lo alejábamos de nuestro territorio. Desde el patio veía cruzar, de su habitación hacia la cocina, entre los barandales del inmenso balcón, a la hermosa Luzmilita Bravo, mi maestra, y yo abajo suspirando por ella, y ella arriba suspirando quién sabe por qué otro querer. El Ashé Carlos y el Cachirulo Juan se pasaban los días cargando agua en ganchos para alimentar los barriles de agua para la chicha que preparaban Pola y Filomena así como llenar los barriles en la cocina y la lavandería. Y cuentan que al Cachirulo Juan le nacieron los hijos con dientes y los “ojos abiertos” y en vez de pedir leche pedían cerveza.
En julio del 2009 llegué a San Miguel después de más de cuarenta años de ausencia. Partimos en 1966 y no volvimos más y si no hubiera sido, en mi caso, por el casual encuentro “virtual” con el poeta Pisadiablo Víctor Hugo Alvítez quizás no se me hubiera ocurrido regresar. No quiero decir que me había olvidado de San Miguel. No, los recuerdos seguían vivos alimentados por las historias que mis padres contaban. Y cuando llegué, acompañado de dos de mis hijos, el hijo carnal Sayri, y el hijo espiritual “La danza de la viuda negra” sentía que el mundo se levantaba en una palma de mi mano y en la otra San Miguel de Pallaques y su iglesia, cuyo campanario guarda tantos recuerdos de aquella niñez humilde pero llena de felicidad. Ahora, a más de cuarenta años de distancia, las gigantescas calles y plazas, las quebradas y los ríos caudalosos, los caminos interminables y las casas de monstruosas dimensiones que mis ojos de niño conocieron se han reducido, se han empequeñecido brutalmente. Hoy, San Miguel de Pallaques, el andino pueblo donde nací, cabe en la palma de una de mis manos y la gente sigue siendo un mar de de ponchos y sombreros, llenos de esperanzas y laborando por un futuro grandioso.
Frankfurt-Caracas-Köln, junio-julio del MMX.
Walter Lingán, Conejo Homero, Chueco Martín y Mario Pashón, en emana conversación en una esquina de la Plaza de Armas de San Miguel. Foto archivo: Walter Lingán
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