Friday, July 08, 2016

Cuento: MARIPOSAS NEGRAS / Autor: Jorge Adolfo Ramírez Quiroz



MARIPOSAS NEGRAS

Autor: Jorge Adolfo Ramírez Quiroz

Cultural Pis@diablo.- Una nueva voz y pluma sanmiguelina emerge en nuestras páginas virtuales –cual espiga tierna de bendito trigo de aquella dorada y espiritual sementera del corazón andino- Esta vez, nuestro escritor Jorge Adolfo Ramírez Quiroz, residente en la ciudad de Chiclayo, cesante de la administración pública y quien culmina estudios de Derecho y Ciencias Políticas en la Universidad Señor de Sipán de dicha ciudad; abre sus corolas al sol para obsequiarnos su alma y creatividad literaria inédita, sentida y esperanzadora.
Con alguna trayectoria literaria, refundida en el tiempo o cuando niño dejó nuestra ciudad acompañado de sus señores padres: Gustavo Ramírez y Bertha Quiroz y hermanos ‘Pupo’ y Lucho, dejando como patrimonio viviente al abuelito Lorenzo Quiroz; familia de grata recordación; para ir a radicar en Chepén.  
Como literato y compositor cuenta con cierta trayectoria, consolidando así el corpus literario sanmiguelino: participó en los IV Juegos Florales 2002 - Área Poesía, organizada por la Municipalidad Provincial de Chiclayo, ocupando el tercer puesto con la poesía "Bello Chiclayo", publicada por los organizadores en una Antología de poesías ganadoras, Primer Puesto en el Concurso de Poesía: Encuentro Juvenil “Te Amo Perú” del 30 de Setiembre del 2011 con la poesía “Soñaba". Con el cuento "Mariposas Negras" participó en el Premio COPÉ 2015.
Próximo a publicar su primera novela titulada "Los animales del Bosque de Pómac".  Compositor del pasodoble “San Miguel de Pallaques” (tiene partitura para banda de músicos), Cantata a La llegada y fundación española de San Miguel de Pallaques.
¡Bienvenida al lar de tu nación e inspiración, un abrazo fraterno de reencuentro, deseando los mejores éxitos en tu carrera literaria, profesional y familiar!
El presente relato, publicaremos en dos partes para una mejor lectura y entendimiento.


I Parte

Después de arrebatarle a la época un breve periodo de descanso para reponer algunas fuerzas gastadas, pero creo, que cuando el tiempo no daba para más porque nos había sorprendido ya la estación calurosa de un largo verano norteño, comprendí perfectamente que era el momento justo, adecuado, y por fin me  animé con vasta pasión a crear  este relato.

No sabía con exactitud cuándo sería ese instante que daría inicio a  esta narración trastornada, que además, ya lo tenía reservado y registrado en mi pensamiento mucho tiempo atrás, dándole mil vueltas en mi frágil cabeza, especialmente por las noches solitarias en la paz de mi cama o también en el día, cuando no había mucho por hacer y sobraban las mañanas enteras con horas vacías, tiempo suficiente para el hastío.

Una tarde agitada y malhumorada del estío norteño, donde las ideas precisamente no son firmes, sino más bien un poco vulnerables, por el descomunal bochorno que se siente  estos meses del verano norteño aquí en la ciudad  de Chiclayo.

Temiendo que me vaya a trascordar el argumento por confusión, o por el trasvase de nuevos pensamientos por mi mente, un día menos pensado, resolví finalmente sacarlo del anonimato y plasmarlo en el papel definitivamente. 

A este hermoso cuento le daré el soplo de vida, con el  tradicional inicio conocido por todos nosotros.  
                                                                                                                                                                                            
Había una vez en un pueblecito agrícola y ganadero de la sierra norteña, San Miguel de Pallaques. Pequeña ciudad de los “Pisadiablo”, enclavada en los andes norteños del Perú, donde predomina el color verde ecológico en todos los matices de su hermosa campiña, una mujer muy simpática, disciplinada, y de precaria economía; pero a la vez perspicaz en erudiciones de la vida.

Esta amable mujer no dejaba nada suelto al azar y menos sin analizar, difícil de ser engañada por su vasta experiencia en pobreza extrema, pues sabía utilizar muy bien la lógica de las cosas, poseyendo mucha intuición de las vicisitudes del vivir diario, inclusive en algunas ocasiones se daba el lujo de profetizar los sucesos, como por ejemplo: utilizando su brillante lógica pensó que dándoles una educación esmerada y diligente en conocimientos útiles a sus hijos, ellos iban a tener un futuro próspero; por eso, nunca desestimó que los chicos accedan a una formación educativa en el pueblo.

La mayoría de muchachos en aquellas épocas no lo hacían e iban al campo a realizar labores agrícolas como peones en tierras de hacendados, siendo explotados y consecuentemente, maltratados.

Podría faltar todo en su humilde hogar, menos un cuaderno y un lápiz; útiles básicos para el aprendizaje y la libertad de la existencia. En aquellos años, la educación en el pueblo era muy aceptable inclusive en colegios fiscales, incidían ampliamente en la formación del alumno, sobre todo en valores.

Esta humilde mujer no tuvo grado de instrucción, era iletrada, porque también su madre porteña, quien fue una viuda pobre, afincada y sufrida aquí con todos los rigores del invierno serrano, los truenos, relámpagos y la lluvia intensa de la estación invernal al cual fue sometida por su difunto marido, finalmente la doblegaron, muriendo en el destierro serrano; pero siempre añorando en todo momento su hermoso mar de Pimentel.

Su madre viuda había decidido que no estudie por falta de medios económicos, o sencillamente mala costumbre de esa época que la hija no se cultive y más bien aprenda las severidades injustas, de los quehaceres domésticos.

Siempre presumía ante la gente serrana que en su hogar se comía muy bien cuando su difunto padre vivía, especialmente el pescado fresco.

Una vez su padre, de paso por la ciudad de Chiclayo resolvió llevar unos pescados a San Miguel de Pallaques, lugar friolento de la sierra cajamarquina y, su madre, experta en la elaboración de estos por ser porteña, los preparó en un sabroso y humeante sudado, sus vecinas se quedaban boquiabiertas preguntándole que sabor tenía el pescado, o como es que no se atragantaban con las espinas, que eran muy punzantes y peligrosas.

Por San Miguel, aquellos años no se conocía el sabroso alimento marino, de vez en cuando aparecía algún hombre de las alturas sanmiguelinas, con una u otra pequeña sarta de truchas que habría pescado por los ríos o lagunas de las jalcas heladas. Esa pequeña cantidad de truchas, era todo en pescados por estos lugares.

Pero, una sola vez apareció un desaliñado comerciante costeño, con una camioneta pequeña llena de pescados, entonces, todo el pueblo infantil corríamos perplejos tras la camioneta, hurgando como bichos raros a los pescados y al hombre quien los vendía. Una que otra ama de casa escudriñaba absorta, tras las puertas de sus casas y observaban desconfiadas de lo que se trataba sin darle mayor importancia, algunos niños hasta se atrevían a tocar y oler el producto marino que por cierto, nadie compró, por más que el comerciante perseveró, tratando de explicar las bondades alimenticias del pescado y dando varias recetas de cómo se preparaba.

Esta valerosa mujer tuvo dos hijos varones: Dante y Daniel, muy apegados a ella, a quienes había formado con los rigores intensos, propios de una buena disciplina, -¡Bien criados! - Manifestaba en toda ocasión. Además desde temprana edad eran responsables en sus actos, no traveseaban como los demás niños, más bien pensaban y actuaban como adultos, porque así habían sido criados. 

Parece que la formación dada a sus hijos impugnaba a la de ella, que fue criada en la miseria. Pues en ellos no había astucia de la calle, ni la buena lógica empleada por mamá, porque nada les había hecho falta, de todo lo básico disfrutaron por el trabajo esforzado de su corajuda madre. 

Dante y Daniel se llevaban dos años el uno del otro pero parecían mellizos porque ambos tenían igual contextura física y a veces, los deseos de jugar con el mismo juguete, por eso tenían unos leves amagos de pleito que la madre sabiamente supo subsanar y pacificarlos sin confrontaciones finales.

También les gustaba la misma comida y lo hacían con gran apetito, devorando todo lo que la madre les servía en la mesa, sin dar mayores problemas como algunos niños acaudalados, que hacían berrinches la hora de tomar sus alimentos. Los niños se criaron en un  ambiente de máxima felicidad, pese a no contar con la figura paterna quien desapareció de este mundo prematuramente.

Cuando papá murió aún estaban pequeños y no tenían raciocinio de las cosas, lamentablemente no les quedaba recuerdos del padre; pero la madre con sagacidad taponó todos los huecos de la infelicidad, dándoles mucho amor, trabajando día y noche en la actividad que hubiere sin pensarlo mucho.

Cuando no estaba en el reducido y vacío socavón de su mina pobre, en un pequeño cerrito adyacente a su casa rascando la tierra con sus muchachos, ayudaba en las cosechas de choclos y papas, desgranaba maíz seco para gallinas y cerdos, esquilaba lana de ovejas de algunos ganaderos de la zona, en el cumpleaños de algún terrateniente, ella siempre estaba en la cocina preparando el banquete, por la buena sazón heredada de su madre porteña, lavaba ropa, matizaba de color en latas grandes, los pullos tejidos a callhua, trituraba ajos, rocotos, huacatay y paico en el batán de sus vecinas. Desde la madrugada serrana, ayudaba en las pocas panaderías del pueblo amasando el pan, y al final de la jornada, llevaba este producto a casa para el desayuno de sus hijos.

Estaba en las “mingas” bullangueras, arreglando carreteras después de los huaicos de invierno, en los meses de lluvia intensa, sellaba goteras en los tejados de sus vecinos, ganándose de esta forma por estas actividades, las dádivas de la gente del pueblo que nunca la abandonaron, al contrario siempre la apoyaron.

Todas estas faenas las realizaba de buena voluntad, siempre feliz, comentaba que cumplía con todos estos trabajos para que a sus hijos no les falte lo básico, como era la alimentación y la educación. Esta humilde dama, utilizó toda la sapiencia de mujer  trajinada en favor de sus hijos, siempre decía:

- No quiero que mis hijos sufran como yo he sufrido. Por todo esto, hizo estudiar a sus niños que es lo más importante para un ser humano, porque se había dado cuenta que si no había educación, iban a vivir siempre siendo peones, expuestos a explotación y maltratos. 
Después que concluyeron los estudios primarios y secundarios en los únicos colegios públicos del pueblo, migraron a la costa para seguir con los estudios universitarios, porque así se lo habían hecho saber a Valentina que así se llamaba esta mujer valiente y aguerrida que de contextura, era más bien voluminosa completa, blanca como la leche; pero de mirar insistente, triste y progresista. 

Le dijeron unos profesores del último año del colegio donde habían cursado sus hijos, que tenía que aprovechar en mandarlos a la costa para que sigan con sus estudios en carreras universitarias, porque los chicos respondían a las exigencias de los profesores de las diferentes asignaturas, pues los dos, en años distintos habían sido número uno en sus respectivas promociones, por eso, el colegio les había dado el premio excelencia por su gran rendimiento académico.

Dante y Daniel, en todos los años lectivos se habían dedicado únicamente a estudiar sin cesar, habían asumido una rivalidad sana para ver cuál de los dos era el mejor en sus respectivos años escolares y también en el hogar; pero siempre eran parejos en las notas finales.

Ellos, secretamente compensaban con el estudio la falta que les había hecho su padre, a quien prácticamente no conocieron.

Por lo tanto, Valentina, una mañana melancólica de crudo invierno tuvo que tomar la terrible determinación de mandar a estudiar a sus dos hijos a la costa del Perú, muy a su pesar.

Comentó que si se quedaban junto a ella, lo sumo que podían aspirar era ser peones de tierras ajenas, pues ella, no poseía ni siquiera tierras de cultivo para que allí puedan trabajar sus hijos, también pensó para tomar esta terrible determinación de mandarlos a estudiar a la costa, que si se quedaban con ella, iban a empezar a embriagarse con aguardiente de caña, como lo hacían todos los chicos que se quedaban en el pueblo, como también lo hizo su difunto marido, quien murió joven, alcohólico y ruinoso, como perro vagabundo por las calles sanmiguelinas junto a todos sus hermanos, quienes murieron de tanto beber ese maldito licor, arrojando sangre por la boca, en el pueblo se murmuró por mucho tiempo que murieron botando el hígado en pedazos por la boca, quedando estigmatizados como alcohólicos por toda  la gente del pueblo.

Lo que no pensó Valentina es que desde ese aciago día se iba a quedar muy sola, sabe Dios hasta cuándo. ¿Porque no pensar que tal vez sería para siempre?
Esto no le afectó, porque primero pensó en el buen futuro de sus hijos; pero a pesar de todo, se armó de valor y recapacitó con firmeza en el porvenir de sus vástagos.
Un día, en la atractiva y colorida feria dominical del pueblo, donde llegan los campesinos de estancias aledañas ataviados de sus trajes multicolores, con todas sus mercancías para vender; pero también llegan comerciantes de la costa para comprar ganado, aprovechó y sacó a venta dos corderos, a quienes había criado junto a sus hijos desde pequeñitos, con mucha dedicación y ternura, por eso los quería demasiado.

Un cerdo holgazán que estaba bien gordo, porque ni pararse podía, pues comía mucho, en principio recostado a su chiquero, posteriormente, solamente lo hacía tumbado en el suelo, y a veces dormido, decían en el  pueblo que ya tenía varias latas de manteca dentro, por eso su valía era mucho más, un manso y fiel  jumento que era el juguete preferido de sus pequeños, porque lo  montaban y  desmontaban a su antojo, además, el pollino le servía a Valentina para recolectar leña en sus fuertes lomos, por la colorida campiña en la estación del verano, como  provisión para el crudo invierno serrano. Este fue todo el patrimonio con que contaron sus dos hijos para la partida hacia tierras calurosas de la costa. 

El éxodo a una aventura sin fin, fue un triste día de invierno.

Y como para darle mucho más sufrimiento del que ya había, la naturaleza puso algo de su parte ese apenado día, porque hubo: lluvias, truenos, relámpagos que iluminaban el pueblo, dándole un matiz pálido ambarino, y una añoranza larga,  adolorida, difícil de asimilar para una mujer desolada y solitaria como Valentina.
Hasta el triste final, Valentina no se separó un solo instante de sus dos hijos, a cada momento les hacía hincapié de la buena crianza que les había impartido,  para que ellos pongan en práctica cuando vivan solos en la costa.

Finalmente, cerca ya de la partida les susurraba consejos apurados al oído, estas palabras finales casi imperceptibles; pero por el llanto consternado que derramaba eran muy sentidas, de pronto, los tres se fundieron en un abrazo final interminable, tal vez presagiando algo, que solamente fue arrancado violentamente, por la partida intempestiva del viejo camión, quedando ella totalmente devasta por mucho tiempo, en pura soledad. Todos los días lloriqueaba desconsoladamente, recordando a sus pequeños como solía llamarlos.

Su vecina Concepción, a quien le lavaba la ropa; pero también le ayudaba en todos los quehaceres domésticos solamente por la comida, la consolaba a cada instante.   –Valentina, ya no llores más, tus hijos un día profesionales regresarán y te llevarán a la costa con ellos– le dijo, tratando de levantar los ánimos alicaídos.

Valentina, inmediatamente después de la partida de sus hijos, de alguna forma quiso compensar en algo su tristeza, dándose un poco de valor para hacer una vida más llevadera.

Construyó un centro de evocaciones en un pequeño rincón de su humilde morada, tratando de tenerlos presentes cerca de sus recuerdos. No tuvo mejor idea que construir una especie de altar, adornado con los pocos recuerdos y juguetes de sus “pequeños,” tales como: unos viejos camioncitos de madera sin llantas, unos zancos, con los que jugaban los días de aguacero intenso por los charcos profundos formados por la lluvia, unas tarjetas en cartulina con felicitaciones por el día de la madre, un viejo trompo con su pita enlodada de barro, unos zapatitos viejos que habían sido de sus dos hijos, un bolero bocón astillado por tanto uso, unas latas viejas de betún, unidas por una pita, con las que solían jugar cuando eran niños simulando hablar por teléfono, hasta una vieja cometa, que hacían volar los meses de intensos vientos. Los contemplaba pensativa y desconsolada, enseguida triste se disponía a llorar junto a las reminiscencias presentes. Verdaderamente nunca llegó a superar la triste partida de sus dos hijos hacia tierras lejanas.

Después de medio año, de espera, sufrimiento, de llorar y llorar en toda ocasión, por fin llegó la primera carta tan deseada que la hizo saltar de felicidad a Valentina.
Desesperada, con una rara mezcla de sentimientos, entre alegría, suspenso y con el corazón en la boca, corrió inmediatamente hacia Conshe que así la llamaban a Concepción, para que Serafín su hijo se las leyera.

Los dos hijos le decían textualmente lo mismo, casi como que si se hubiesen puesto de acuerdo el uno con el otro. Le revelaban escuetamente, que los dos habían conseguido trabajo en una panadería, que estaban bien de salud y el poco tiempo que tenían, lo dedicaban a estudiar esforzadamente, porque el examen de ingreso a la universidad estatal, pronto se realizaría.

Mientras tanto, Valentina seguía con el sufrimiento de vivir sola en medio de una terrible añoranza y pobreza extrema. Había días largos y tristes que no había nada para comer en casa, entonces ese día no probaba bocado. Así como ese día de pobreza extrema llegaron muchos más, la única que sabía su sufrir era su vecina Concepción, quien la alentaba y casi siempre le daba algo de comida, el único consuelo de Valentina, era que algún día sus hijos sean profesionales y la lleven a vivir junto a ellos, así apagar ese gran dolor que sentía ese momento.

Después de la primera carta, pasaron muchos inviernos rigurosos más y no tuvo noticia de ellos. Hasta que una linda mañana de hermoso sol serrano, cuando un gorrión zarandeado al vaivén del viento, silbaba una linda melodía sobre el tejado de su casa. El tiempo había transcurrido vertiginosamente, acercándose a los dos años y medio aproximadamente, de pura ingratitud.

Ese día, llegó una segunda comunicación con carácter de urgente, en un halo de raro y frio misterio, Serafín, que ya tenía un promedio de catorce años y cursaba los primeros años de secundaria, nuevamente fue el elegido de dar lectura a la misiva, por orden de Valentina. Pero algo muy extraño ocurrió ese momento, conforme Serafín leía la carta iba callando y ahogándose en suspiros prolongados, de pronto, su rostro de niño adolescente, se dibujó de puro espanto y pavor. Con rostro esquivo y macilento, envuelto en una rara sensación, empezó a titubear en la lectura, sintiéndose una pequeña discordancia en lo que observaba y leía.

- ¡Qué pasa Serafín! - Inquirió Conshe completamente aterrada, por la actitud anormal de su hijo.

-¿Nada madre?- contestó, tratando de serenarse – ¡No pasa nada mamita! Repitió Serafín. Pero los ojos, completamente desorbitados de puro pánico, lo delataban y decían lo contrario, el muchacho estaba fuera de sí y con ganas de huir no sé dónde.
- ¡Entonces prosigue!, Dile pronto a Valentina lo que dicen sus hijos. Finalizó Concepción.

Serafín quien reanudó la lectura con rostro pálido de horror, escrutó un instante con la mirada por los alrededores de la casa, intentando huir o buscar ayuda de alguien, la cual no llegó.

De pronto, observando detenidamente a Valentina y a su madre, prosiguió con la lectura, inseguro y vacilante.

- Tía Valentina, la carta dice que el Dante y el Daniel ya terminaron sus carreras. Expresó Serafín ambiguo, también dice que ya se casaron.

Valentina, ese instante lloró de felicidad porque sus hijos eran ya profesionales, pero también sollozó amargamente, por la ingratitud de sentirse humillada, por la no participación en el matrimonio de ellos. Reflexionaba, que tal vez no la habrían hecho partícipe del matrimonio, por ser pobre y sus hijos se avergonzarían de ella.

Valentina ese instante, recordaba un bello día de caminata, cuando sus dos hijos aún  pequeños y en un hermosísimo amanecer serrano, habían salido de paseo a recolectar flores silvestres del campo, para vestir las cruces de mayo, (tradición sanmiguelina).

En su memoria guardaba siempre fresco el recuerdo, que ese bello día, sus hijos la habían abrazado y besado muy fuerte, haciéndole una bonita promesa de amor. Expresándole que cuando sean grandes nunca la iban a dejar sufrir más, sacándola de la pobreza extrema en la cual estaban metidos. Por todo eso, Valentina siempre reflexionaba y era una revelación recurrente que le retumbaba en sus oídos, las promesas de sus dos hijos. 

No creía que tan pronto sus críos  hayan podido olvidar esas hermosas promesas de apego y sinceridad, que se la hicieron un día de campo cuando todavía eran niños.
Pero nuevamente, los días, los meses y los años pasaron sin piedad, sin ninguna noticia de sus vástagos que pudiera mitigar los ánimos abatidos de Valentina, quien poco a poco iba sospechando algo malo, como suele ocurrir en las madres que tienen hijos fuera de casa y no regresan de visita por mucho tiempo. Hasta que una noche extrema tuvo un horripilante sueño vaticinador, que desató una severa crisis emocional en ella.

Una triste mañana, afligida por el paso del tiempo transcurrido, sin noticias ni cartas que aseguren cómo se encontraban sus hijos, empezó a manifestar su pesar de madre, sollozando a gritos. Desesperada, sumida en una rara aflicción llegó a casa de Concepción en busca de alivio, ese instante Conshe, tuvo la difícil, casi imposible misión de consolarla ideando varias formas.
Valentina empezó a relatar casi al borde de la desesperación, que había tenido un horrendo sueño acosador. Reveló entre lágrimas desesperadas, un sueño fantasioso. 
-Dijo, que cuando sus hijos eran pequeños se habían ido de paseo a las cataratas del Cóndac, (lugar no muy distante de la ciudad de San Miguel de Pallaques). Allí, felices observaban embelesados, como fluían las cristalinas aguas de la inmensa caída natural, y se desperdigaban en millones de gotitas translúcidas, que de a poco se convertían en gran espuma cubriendo en forma de vapor la base de la catarata, alimentada siempre, por el torrente del río sanmiguelino.

De pronto, Danielito muy pequeño aún, le manifestó a su madre con rostro de espanto, que de la base espumosa de aquella hermosa catarata, vio emerger millones de mariposas negras que se confundían jugueteando, con las gotas translúcidas de esa hermosa catarata; pero, que en un abrir y cerrar de ojos, todas esas mariposas negras se unieron en una gran masa soluble y transmutaron en una pareja de personas completamente desnudas: el hombre, barbado y rubio como el mismo sol, la dama, una bella mujer de aspecto nórdico, también dorada como la cerveza.

-¡Conshe! ¡Conshe!... Prorrumpió Valentina, extasiada por el relato que estaba narrando. – ¿Mis hijos no estarán locos? Manifestó, por haberme contado lo que les pasó en el paseo a las cataratas del Cóndac.

- ¿Pero mujer? -Dijo Concepción asustada, por el relato intrínseco de Valentina. - ¿No ves que todo ha sido solamente un sueño?

Valentina no pudo más y gimió a gritos desgarradores que nos conmovió a todos los allí presentes.

Serafín, quien se encontraba también presente ese momento, se situó con actitudes desacertadas cuando observó llorar a Valentina, siempre tratando de huir a hurtadillas y escabullirse por algunos rincones de la casa para no ser notado, por lo visto, guardaba un raro resentimiento a sí mismo que no lo dejaba vivir tranquilo.
-¿Qué te pasa Serafín? - Prorrumpió Conshe, tratando de rebuscar algo en lo recóndito de la conciencia de su hijo.

 – ¡Tú, me ocultas algo malo muchacho! 

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