Wednesday, August 16, 2017

En un jarro verde / Elmer Rodas Cubas




Me he permitido literaturizar aquella anécdota sobre el
origen del vals "El jarro verde".

En un jarro verde.

 
Dr. Miguel Nicolás Sarabia Quiroz, autor del vals "Jarro verde"


Maestro César Armando Romero Tejada, representando la canción JARRO VERDE en II Encuentro de Escritores y Artistas Sanmiguelinos "Miguel Nicolás Sarabia Quiroz - José Santos Malca Ramirez en Bodas de Oro de San Miguel" - 2014. Fotoarte Pis@diablo


Polvoriento llegó lo más cerca que pudo a su destino; exhausto, el ritmo de sus pasos se tornaron profundamente lerdos, como los de su corazón. Su camisa humedecida por su sudor, perdió su blancura, y cual papel para calco, se podía ver su bibidí. Con el saco sobre el hombro, su perfil asomaba embebido de desolación.
Dentro de sí, acarreaba un húmedo y áspero dolor: el dolor de esos que solo perpetra un amor desesperado. Las afligidas notas y melodías que balbucía dentro todos estos fatídicos días, sincopaban, a su pesar, con cada estocada que le daba esta decepción.

Nicolás Sarabia, se detuvo. Era medio día. El ardiente sol destemplaba las piedras del camino. no había almorzado aún, y por lo que se avecinaba, no lo haría. Observó entonces: la casa de campo el borde del camino se erigía como el inconsolable escenario de un episodio que coexistiría inolvidable.
Se preguntó si el amor de su vida, su ángel divino se encontraría allí; le horrorizó de pronto la posibilidad de no verla, de no advertir la comisura de sus labios, su tez serena, intuir sus caderas de hembra infinita. Pero le horrorizó más aun certificar que a cada minuto transcurrido, ella se alejaba poco a poco de esa historia de amor que le hacía trepidar. Insuflándose valor recordó entonces el sabor de sus labios, la bravura de su pelo, el jadeo de su respiro; de repente quiso llorar, pero nuevamente se armó de intrepidez. Quería verla, remediar sus faltas, sus pecados al fin y al cabo.

Darle su amor cual mancebo irresponsable estando desposado, siendo marido ajeno, haberle mentido sobre ello; y el conteo aritmético de cada una de esos yerros continuaba, precipitando nuevamente sus ánimos en una desilusión inescrutable. Cada fracción de tiempo que transcurría consumía su ego, su existir. Un piano de fondo, se imaginaba, preludiaba el indefectible adiós; un adiós épico, augusto, solemne; nada banal, nada trivial ni insignificante. Y eso, se dijo, sería inmortalizado.

Se acercó entonces. Llamó fuerte para ver quién estaba. Salió el padre de ella. Le preguntó si allí se hallaba. El señor, a regañadientes, enterado a medias de todo, y sabiendo lo que sucedería, le avisó del circunstante. Apareció ella de pronto.
Sus piernas sucumbieron ante tal presencia. Pensó decirle que era mentira lo de su estado civil; intentó hacerlo con total cinismo; de pronto, no mensurando lo otro, intento abrir sus labios para pedirle perdón, decirle que no la deje. Pero no, ya no quiso herirla, ya no damnificar aún más ese joven corazón. El amor verdadero, se dijo, si es para que muera, que lo haga altivo, orgulloso de sí mismo, consumado en sus momentos inmortales, en sus vuelos fantásticos.

- Que tal señorita ¿Tiene usted agua para aplacar esta sed? Vine caminando desde San Miguel, y como sabrá, está muy lejos de aquí.

Ella, sin acercársele, dio vuelta y al rato le trajo en un jarro que de viejo estaba casi inservible, agua fresca; un jarro verde que por su aspecto ya no ocupaba parte del menaje de la cocina, sino que parecía mas una herramienta de trabajo. Posó entonces en sus labios el filo del recipiente, y mientras sorbía, subió su mirada para contemplarla y no encontró en ella más que una glacial y arraigada expresión de desprecio y desafecto, un distanciamiento cósmico, una displicencia eterna, irreversible.

Por efecto reflejo se fijó nuevamente en el fierro que tenía entre manos. Observó sus portillos ya oxidados, sus magulladuras, sus rayones y abolladuras y ese color, nuevamente ese color, para dejarlo luego sobre la inútil cumbrera en la que se había sentado, mientras su mirada liquida se desaguaba en el empedrado de aquel patio.

Agradeció de pronto por la atención, e incorporándose rápidamente, sin mediar más palabra, emprendió la retirada.

Faenar nuevamente el caminó no lo amilanó, pues aquel dolor urgente quiso ser traducido en una elegía donde maldijera su destino, su desdicha, ese sino que a través de recovecos y artilugios lo había situado allí, en ese polvoroso camino, con los ojos aguados, y con una futura melodía que ya modulaba en lo más profundo de su alma, melodía y letra en donde se lamentaba de su triste y penoso existir, de siglos, de amarguras, que acontece en un mundo traidor, en donde al morir sus esperanzas, él quisiera morir también.

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