Shakespeare, el
inagotable
Nadie igualó en el teatro su ambición
narrativa ni la amplitud de su mirada. El dramaturgo parecía convencido de que
todo, absolutamente todo, podía mostrarse en un escenario desnudo
El País -Babelia, 15 ABRIL 2016
Peter Ackroyd, que escribió una
vivaz (y voluminosa) biografía de Shakespeare, le describe como una
esponja que absorbía todo lo que estaba a su alcance. Aprendió de las
reacciones del público y de los actores, de las historias escritas hacía varios
siglos (las célebres Crónicas de Inglaterra, Escocia e Irlanda, de
Holinshed, publicadas en 1577, su libro de cabecera) y de lo que acababa de
estrenarse, los diálogos cortesanos de John Lily y las tramas sangrientas y
enloquecidas de George Peele, y sobre todo de las exuberantes tragedias de
Christopher Marlowe, su primer ídolo. “Amplió y profundizó enormemente su
léxico”, cuenta Ackroyd, “a medida que experimentaba con las diversas formas
del arte dramático. Estaba en total sintonía con el lenguaje que le rodeaba
—los poemas, las funciones, los panfletos, los discursos, el habla de la calle—
y devoró cuanto se le puso por delante. Tal vez no haya existido mayor
asimilador en la historia del teatro”. Una de las grandes preguntas: ¿de dónde
sacó Shakespeare los muchos conocimientos que aparecen en sus obras? Es cierto
que no pisó la universidad, pero las escuelas isabelinas, según T. W.
Baldwin, “proporcionaban un formidable saber lingüístico y literario: se
estudiaba allí retórica y elocuencia, se interpretaban obras clásicas, se
improvisaban discursos y exposiciones orales. Shakespeare, casi con toda
seguridad, sabía leer latín, francés e italiano”. A
juzgar por sus textos, parece haber leído muchísimo, pero de manera singular. Ackroyd
averiguó que citaba “muchos comienzos” (de libros bíblicos y de Ovidio, sobre
todo) pero “escasas conclusiones”: lo que podríamos llamar “síndrome del lector
vago”, pero, desde luego, con mucho aprovechamiento.
Me gusta la imagen del joven Shakespeare
llegando a Londres tras sus “años perdidos”, todavía hoy por documentar. Una
ciudad juvenil (la mitad de la población tenía menos de 20 años), violenta y
acosada por la muerte: en 1594, 15.000 londinenses cayeron víctimas de la
peste. No es extraño que escribiera a gran velocidad. Ni que eligiera el
teatro, esa forma de vida agudizada, intensificada. Y rentable, como pudo
comprobar: acabó siendo copropietario del Globe y del Blackfriars, un teatro
abierto y otro cubierto; adquirió tierras y escudo de armas, la gran obsesión
de su padre, y una gran casa en Stratford.
En Londres encontró a su nueva
familia, una pandilla de cómicos, la Lord Chamberlain’s Men, creada y protegida
por Henry Carey, barón de Hunsdon, responsable de los espectáculos palaciegos,
y dirigida por Richard Burbage, el actor (junto con Edward Alleyn) más popular
de su época y el mejor amigo de Shakespeare. La band of brothers estaba
integrada, entre otros, por Burbage, John Sinclair, Augustine Phillips,
Nicholas Tooley, Henry Condell y John Heminges (que compilarían el Primer
folio de la obra shakespeariana), así como Will Kempe, el bufón más famoso
del reino, y el propio Shakespeare, por supuesto. Lideraron, bajo el patronazgo de la reina Isabel y
luego del rey Jaime, la compañía más longeva de la historia teatral británica: de 1594
a 1642, un periodo de casi cincuenta años. Fueron, según Ackroyd, “un grupo de
compañeros con intereses y obligaciones comunes: vivieron en el mismo barrio y
se casaron con hijas, hermanas y viudas de sus respectivas familias, que a su
vez se unieron a la troupe”. Y, dato importante, formaron una
cooperativa para repartirse los ingresos y reinvertir en nuevas producciones.
Se convirtieron en una auténtica factoría: en dos o tres semanas montaban una
obra y realizaban 15 estrenos por temporada.
Por lo que parece (en la vida de Shakespeare
hay mucho de especulación) fue actor y también director. Desde luego, conocía
bien el oficio y las sutilezas de la puesta en escena, como prueban las famosas
Instrucciones a los cómicos de Hamlet, quizás el primer texto en el que
vemos a un auténtico director en acción, y que aquí resumo: “Te ruego que
recites el pasaje con soltura y de manera natural. No cortes demasiado el aire
con las manos, pues en el mismo torbellino de la pasión has de mostrar
templanza y suavidad: que la acción responda a la palabra y la palabra a la
acción, poniendo especial cuidado en no traspasar los límites de la sencillez
de la naturaleza, porque todo exceso traiciona la intención del teatro, que no
es otra que colocar un espejo ante la vida: mostrar a la virtud y al vicio sus
propios rasgos, y a cada época, su forma y su sello”.
A la hora de construir un verbo
poético y dramático, tomó posesión del pentámetro yámbico y lo hizo resonar
como nunca hasta entonces. Los versos le marcan al actor, sin indicaciones, un
ritmo esencial: cómo ha de respirarlos, dónde están los galopes y los momentos de
reposo. Y mucho más que un ritmo: Jordi Balló y Xavier Pérez señalan en El
mundo, un escenario de qué modo “construye la imagen en el oyente y cómo se
hace visión aunque no llegue a visualizarse”, y cómo brota la conciencia del
personaje, nunca tan claramente plasmada hasta entonces, una conciencia que
“habla mientras piensa y se escucha a sí misma”. Parecía convencido (y así lo
demostró) de que todo, absolutamente todo, podía mostrarse en un escenario
desnudo. Nadie igualó en el teatro su ambición narrativa ni la amplitud de su
mirada.
Para algunos, Shakespeare nunca existió. La
controversia no descansa: que si fue Edward de Vere, que si Marlowe (falsamente
muerto, claro), que si Bacon. Se comprende: su mera existencia puede ser una
afrenta para el resto de los mortales. En su estupendo ensayo La calidad de
la misericordia, Peter Brook desmonta las reiteraciones de los
negacionistas con dos o tres argumentos muy sensatos. Uno: Londres no era lo
bastante grande (y el mundo del teatro, “el peor ambiente para guardar un
secreto”, señala), como para que la presunta impostura de Shakespeare no
hubiera salido a la luz. Dos: un hombre que encontró su lugar en una familia de
cómicos no podía ser un aristócrata. Y tres: un genio puede brotar en el
entorno más humilde, como demuestra Leonardo da Vinci, hijo ilegítimo de un
notario y una campesina. Hablar de Shakespeare, como se ve, es asunto
inagotable. Como bien escribió Borges en Everything and Nothing, “nadie
fue tantos hombres como aquel hombre que, a semejanza del egipcio Proteo, pudo
agotar todas las apariencias del ser”.
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