‘DON QUIJOTE’,
ES DECIR, LA HISTORIA DE LA
NOVELA
El libro y su protagonista ilustran en grado
supremo la dimensión narrativa de la vida provocando a un tiempo la risa y la
adhesión con la tranquilizadora distancia de la ficción
El País-Babelia, 15 ABRIL 2016
Se ha dicho que toda filosofía es una nota a pie de
página de Platón. Puede decirse que toda la ficción en prosa es una variación sobre ‘el
tema del Quijote’. Es muy cierto el juicio de Lionel Trilling, y en parte se entiende
porque ‘el tema del Quijote’ tiene mucho que ver con las raíces mismas
de la ficción como dimensión constitutiva del ser humano y como sustancia
primordial de toda literatura.
La más difundida de todas las interpretaciones del Quijote, hasta
el punto de convertirse en la explicación estándar que en principio viene
acompañando durante dos siglos a quien se dispone a leerlo por primera vez, la
dio el romanticismo alemán: en palabras de Schelling, el tema de la obra es “das
Reale im Kampf mit dem Idealem”, ‘la lucha de lo real con lo ideal’. Hay un
fondo indudable de verdad en esa interpretación, pero si hubiera que proponer
un núcleo último de significación, una significación a todas luces no buscada
por Cervantes y sin embargo admisible sin la menor violencia, yo personalmente
me atrevería a razonar que don Quijote ilustra en grado superlativo un rasgo
fundamental de la condición humana.
Vivir, en efecto, es contar, ir contándonos historias. La más modesta
acción cotidiana, no digamos si crucial, supone imaginar una narración en que
nos corresponde el papel de protagonistas, ponerla a prueba frente a los
condicionamientos de las circunstancias, para volvérnosla luego a contar dentro
de una trama más compleja, mejor estructurada. Don Quijote y el Quijote
ilustran en grado supremo, digo, esa dimensión constitutivamente narrativa de la
vida, y la
ilustran provocándonos a un tiempo la risa y la adhesión, llevándonos a
contemplarlos con la cercanía de nuestros propios relatos, pero con la
tranquilizadora distancia de la ficción.
Ese trasfondo universal, esa referencia más o menos implícita del Quijote
a una constante de la condición humana, reviste en él la forma de polémica
literaria, en la medida en que confronta las dos grandes direcciones de la
especie de ficción que actualmente llamamos novela, en principio autónomas: una
antigua, inmemorial, la otra sustancialmente moderna.
La antigua se centra en el relato de sucesos y
pasiones extraordinarias, protagonizado por personajes que reúnen perfecciones
de todo orden y se mueven en escenarios inaccesibles para el común de las
gentes, a menudo con elementos fantásticos o sobrenaturales, en un mundo de
nítidas jerarquías y fronteras entre el bien y el mal. Cervantes ha empezado
justamente su carrera con una de las variedades de esa especie, La Galatea
(1585), en la línea de la fábula pastoril de filiación clásica asociada con el
relato sentimental de la tardía Edad Media. Y su última obra serán Los
trabajos de Persiles y Sigismunda (1617), con su incesante despliegue de
peripecias (raptos, naufragios, maravillas...) que complican el destino de los
dos jóvenes y modélicos enamorados.
Al margen de esa tradición milenaria, desde el siglo XVI fluye
independientemente otra modalidad de escritura: las ficciones que se presentan
como relatos de hechos reales, efectivamente acaecidos; cuya acción se
desarrolla entre las cosas y personas de la vida diaria, y que adoptan las
formas corrientes en los escritos del mundo real: cartas, memorias, biografías,
relaciones, crónicas..., unas veces en primera persona, como en el Lazarillo
de Tormes o en la picaresca, y otras en tercera persona, como en el Diario
del año de la peste de Defoe o en las biografías inglesas de criminales.
Pues bien: la historia de la novela es la historia de la confluencia del
antiguo ideal romancesco y una narrativa moderna inspirada por la ficción
pseudo-real, una confluencia en la que será aquél quien a la larga más honda y
perdurablemente acoja las propuestas y los procedimientos de ésta. La
culminación del proceso sólo se alcanza cuando la estética más prestigiosa en
los siglos XIX y XX acoge en su marco y superpone a título de iguales la
ficción pseudo-real, los simulacros de prosa de hechos reales, y las especies
de ficción que hasta entonces había tenido como propias el establishment
literario. Pero todo ese proceso está prefigurado ya en el Quijote: el Quijote
adelanta, contiene y en medida importante inventa (no temamos decirlo: inventa)
no ya la novela, sino la historia de la novela.
Por otra parte, la novela se nos presenta hoy como
la forma por excelencia híbrida, polifónica, para decirlo con Bajtin, o, en la
fórmula de Marthe Robert, “totalitaria”: el género de géneros, el cajón de
sastre donde se mezclan y conviven todas las modalidades literarias y
expresivas. El Quijote, a la altura de su tiempo, concuerda
sustancialmente con esa concepción de la novela que llegó a formarse el siglo
XX.
El
Quijote ensancha con categorías nuevas el espacio de la ficción, pero,
se diría, sin desechar ninguna de las viejas. De la teoría clásica le viene el problema
capital de cómo concertar la admiratio con la verosimilitud. El grand
roman está reelaborado no sólo en diálogo crítico con los libros de
caballerías, sino en episodios pastoriles como el de Grisóstomo y Marcela o en
las aventuras del Capitán Cautivo. El relato folkórico y la novella
corta a la italiana se emulan al par que se critican, por ejemplo, en el cuento
de Lope Ruiz (I, 20) y en El curioso impertinente.
Si en la Primera parte (1605) los materiales de diversas tradiciones
tienden a yuxtaponerse, al arrimo de la noción renacentista de que la varietas
es fuente a la vez de verdad y de belleza, la Segunda (1615), sin renunciar a
ellos, los ensambla en un hilo conductor que enlaza desde el trasmundo onírico de
la Cueva de Montesinos hasta la crónica de actualidad de Roque Guinart, pasando
por la farsa cortesana de los Duques. La mise en abîme y la metaficción
tienen en la Segunda parte un papel sobresaliente a través de las conspicuas
referencias a la Primera y a la continuación del apócrifo Avellaneda.
Todos los géneros y los estilos literarios, del teatro a la épica, y
todos los tipos de discurso, de la pieza oratoria al documento legal, se
someten a revisión. Todos los niveles del lenguaje, en fin, de los artificiosos
arcaísmos del caballero a la fraseología popular de Sancho, se conciertan con
la prosa limpia y natural que da el tono de la narración, en una fascinante
polifonía. Con una modernidad perenne, el Quijote se configura, así, como un
completo universo a la vez de realidad y de literatura.
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