400 AÑOS DE LA MUERTE DE DOS GENIOS
Shakespeare y
Cervantes, esa es la cuestión
La coincidencia hace 400 años de la muerte de
estos dos grandes de la literatura universal alienta la búsqueda de una
identidad compartida
El País
-Babelia, 16 ABRIL 2016
Nuestra aptitud para ver
constelaciones de estrellas distantes entre sí y por lo general muertas se
vuelca en otras áreas de nuestra vida sensible. Agrupamos en una misma
cartografía imaginaria hitos geográficos disímiles, hechos históricos aislados,
personas cuyo solo punto común es un idioma o un cumpleaños compartido. Creamos
así circunstancias cuya explicación puede ser encontrada solamente en la
astrología o la quiromancia, y a partir de estos embrujos intentamos responder
a viejas preguntas metafísicas sobre el azar y la fortuna. El hecho de que las fechas de William Shakespeare y
Miguel de Cervantes casi coincidan hace que no solo asociemos a estos dos
personajes singulares en obligatorias celebraciones oficiales, sino que
busquemos en estos seres tan diferentes una identidad compartida.
Desde un punto de vista histórico, sus
realidades fueron notoriamente distintas. La Inglaterra de Shakespeare transitó
entre la autoridad de Isabel y la de Jaime, la primera de ambiciones imperiales
y la segunda de preocupaciones sobre todo internas, calidades
reflejadas en obras como Hamlet y Julio César por una parte, y en Macbeth
y El rey Lear por otra. El teatro era un arte menoscabado en Inglaterra:
cuando Shakespeare murió, después de haber escrito algunas de las obras que
ahora universalmente consideramos imprescindibles para nuestra imaginación, no
hubo ceremonias oficiales en Stratford-upon-Avon, ninguno de sus contemporáneos
europeos escribió su elegía en su honor, y nadie en Inglaterra propuso que
fuese sepultado en la abadía de Westminster, donde yacían los escritores
célebres como Spencer y Chaucer. Shakespeare era (según cuenta su casi
contemporáneo John Aubrey) hijo de un carnicero y de adolescente le gustaba
recitar poemas ante los azorados matarifes. Fue actor, empresario teatral,
recaudador de impuestos (como Cervantes) y no sabemos con certeza si alguna vez
viajó al extranjero. La primera traducción de una de sus obras apareció en
Alemania en 1762, casi siglo y medio después de su muerte.
Cervantes
vivió en una España que extendía su autoridad en la parte del Nuevo Mundo que le
había sido otorgado por el Tratado de Tordesillas, con la cruz y la espada,
degollando un “infinito número de ánimas,” dice el padre Las Casas, para
“henchirse de riquezas en muy breves días y subir a estados muy altos y sin
proporción de sus personas” con “la insaciable codicia y ambición que han
tenido, que ha sido mayor que en el mundo ser pudo”. Por medio de sucesivas
expulsiones de judíos y árabes, y luego de conversos, España había querido
inventarse una identidad cristiana pura, negando la realidad de sus raíces
entrelazadas. En tales circunstancias, el Quijote resulta un acto
subversivo, con la entrega de la autoría de lo que será la obra cumbre de la
literatura española a un moro, Cide Hamete, y con el testimonio del morisco
Ricote denunciando la infamia de las medidas de expulsión. Miguel de Cervantes
(nos dice él mismo) “fue soldado muchos años, y cinco y medio cautivo. Perdió
en la batalla de Lepanto la mano izquierda de un arcabuzazo, herida que, aunque
parece fea, él la tiene por hermosa”. Tuvo comisiones en Andalucía, fue
recaudador de impuestos (como Shakespeare), padeció cárcel en Sevilla, fue
miembro de la Congregación de Esclavos del Santísimo Sacramento y más tarde
novicio de la Orden Tercera. Su Quijote
lo hizo tan famoso que cuando escribió la segunda parte pudo decir al bachiller
Carrasco, y sin exageración, “que tengo para mí que el día de hoy están impresos
más de doce mil libros de tal historia; si no, dígalo Portugal, Barcelona y
Valencia, donde se han impreso; y aún hay fama que se está imprimiendo en
Amberes, y a mí se me trasluce que no ha de haber nación ni lengua donde no se
traduzca”.
Don Quijote dibujado por Robert Smirke para una traducción inglesa de
1818. El pintor británico ilustró tanto la novela de Cervantes como los dramas
de Shakespeare.
La lengua de Shakespeare había
llegado a su punto más alto. Confluencia de lenguas germánicas y latinas, el
riquísimo vocabulario del inglés del siglo XVI permitió a Shakespeare una
extensión sonora y una profundidad epistemológica asombrosas. Cuando Macbeth
declara que su mano ensangrentada “teñiría de carmesí el mar multitudinario,
volviendo lo verde rojo” (“the multitudinous seas incarnadine / Making the
green one red”), los lentos epítetos multisilábicos latinos son contrapuestos a
los bruscos y contundentes monosílabos sajones, resaltando la brutalidad del acto.
Instrumento de la Reforma, la lengua inglesa fue sometida a un escrutinio
severo por los censores. En 1667, en la Historia de la Royal Society of London,
el obispo Sprat advirtió de los seductores peligros que ofrecían los
extravagantes laberintos del barroco y recomendó volver a la primitiva pureza y
brevedad del lenguaje, “cuando los hombres comunicaban un cierto número de
cosas en un número igual de palabras”. A pesar de los magníficos ejemplos de
barroco inglés —sir Thomas Browne, Robert Burton, el mismo Shakespeare, por
supuesto—, la Iglesia anglicana prescribía exactitud y concisión que permitiría
a los elegidos el entendimiento de la Verdad Revelada, tal como lo había hecho
el equipo de traductores de la Biblia por orden del rey Jaime. Shakespeare, sin embargo, logró ser milagrosamente
barroco y exacto, expansivo y escrupuloso al mismo tiempo. La acumulación de metáforas,
la profusión de adjetivos, los cambios de vocabulario y de tono profundizan y
no diluyen el sentido de sus versos. El quizás demasiado famoso monólogo de Hamlet
sería imposible en español puesto que este exige elegir entre ser y estar. En
seis monosílabos ingleses el Príncipe de Dinamarca define la preocupación
esencial de todo ser humano consciente; Calderón, en cambio, requiere 30 versos
españoles para decir la misma cosa.
El
maestro de Avon logró ser milagrosamente barroco y exacto, expansivo y
escrupuloso al mismo tiempo
El español de Cervantes es
despreocupado, generoso, derrochón. Le importa más lo que cuenta que cómo lo
cuenta, y menos cómo lo cuenta que el puro placer de hilvanar palabras. Frase
tras frase, párrafo tras párrafo, es en fluir de las palabras que recorremos
los caminos de su España polvorienta y difícil, y seguimos las violentas
aventuras del héroe justiciero, y reconocemos a los personajes vivos de Don
Quijote y Sancho. Las inspiradas y sentidas declaraciones del primero y las
vulgares y no menos sentidas palabras del segundo cobran vigor dramático en el
torrente verbal que las arrastra. De manera esencial, la máquina literaria entera del
Quijote es más verosímil, más comprensible, más vigorosa que
cualquiera de sus partes. Las citas cervantinas extraídas de su contexto
parecen casi banales; la obra completa es quizás la mejor novela jamás escrita,
y la más original.
Si queremos dejarnos llevar por nuestro
impulso asociativo, podemos considerar a estos dos escritores como opuestos o
complementarios. Podemos verlos a la luz (o a la sombra) de la Reforma uno, de
la Contrarreforma el otro. Podemos verlos el uno como maestro de un género
popular de poco prestigio y el otro como maestro de un género popular
prestigioso. Podemos verlos como iguales, artistas ambos tratando de emplear
los medios a su disposición para crear obras iluminadas y geniales, sin saber
que eran iluminadas y geniales. Shakespeare nunca reunió los textos de sus
obras teatrales (la tarea estuvo a cargo de su amigo Ben Jonson) y Cervantes
estuvo convencido de que su fama dependería de su Viaje del Parnaso y
del Persiles y Sigismunda.
El
riquísimo vocabulario del inglés del siglo XVI permitió a Shakespeare una
extensión sonora y una profundidad epistemológica asombrosas
¿Se conocieron, estos dos
monstruos? Podemos sospechar que Shakespeare tuvo noticias del
Quijote y que lo leyó o leyó al menos el episodio de Cardenio que luego convirtió en una pieza
hoy perdida: Roger Chartier ha investigado detalladamente esta tentadora
hipótesis. Probablemente no, pero si lo hicieron, es posible que ni Cervantes
ni Shakespeare reconociese en el otro a una estrella de importancia universal,
o que simplemente no admitiese otro cuerpo celeste de igual intensidad y tamaño
en su órbita. Cuando Joyce y Proust se encontraron, intercambiaron tres o
cuatro banalidades, Joyce quejándose de sus dolores de cabeza y Proust de sus
dolores de estómago. Quizás con Shakespeare y Cervantes hubiese ocurrido algo
similar.
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