Melacio Castro Mendoza
La pandemia y mi pueblo
En pleno
ascenso de la pandemia Coronavirus, mi sobrina Amelia Alvarado me buscó para a
pedirme un consejo: dejar Caín, nuestro pueblo, ajeno a toda cartografía, e
irse a Villa El Salvador, un distrito marginal de Lima, a celebrar el
cumpleaños de Elia, su hija predicadora de una secta religiosa, filial de una
especie de cofradía protestante en los Estados Unidos de América.
—¡No lo hagas: si vas a Lima traerás el virus a este anónimo, saludable
pueblo! —aconsejé, plantando mi pala al borde de un surco del
sorgo que estaba regando en mi pequeña chacra. El sorgo, sabe usted, llamado
también zahína, es una planta que debe venir de la India; en mi chacrita
lo cultivo como una gramínea con la que alimento a mis animalitos domésticos:
una docena de cuyes y una ovejita.
—¿Acató su sobrina el consejo? —pregunté.
—Primero dijo que sí, que yo tenía razón. Luego sucedió algo que usted no
me va a creer: la pequeña población de Caín vio, tres días después de que
Amelia me hiciera su consulta, cómo una carroza se detuvo, portando un ataúd,
ante su casa.
Conmovido, junto a otros vecinos corrí hacia su casa justo para ver cómo
Amelia, su marido Teodoro Galán, y su hija, con ropa festiva, abordaron el
vehículo. Al verme, ignoró a la vecindad, y antes de partir, me dijo: «Tío
Sixto: mi hija Elia ha consultado con El Señor Todopoderoso y Él le ha dicho
que si voy a Lima, a mí y a mi familia no nos pasará nada malo. Aparte de eso,
el Creador del Mundo le dio un consejo: “Tus padres, Elia —anunció— deben
tomar una carroza, arrendar un ataúd y con él dentro, hacerse camino a Lima:
cualquier control policial o militar será vencido si declaran ante los celosos
guardianes del orden que el cadáver que llevan en el ataúd murió del
Coronavirus. Nadie se atreverá a molestarlos. Caso de que lo hicieran, un
billetito depositado en sus manos, les permitirá llegar a Villa El Salvador.
Todos los gastos hechos y por hacerse los asumirán mis fieles hijos
estadounidenses”. ¡Iremos y volveremos sanitos y buenos, tío!».
Todos creímos estar soñando despiertos. El asunto es que, ignoro si a causa del
inoportuno consejo del Señor Todopoderoso en el que confiaron mi sobrina Amelia
y su hija Elia, o de los dólares aportados por la mal llamada Hermandad
Protestante, el viaje de ida y vuelta de mi sobrina y su familia, funcionó.
Muy oronda, mi sobrina al volver de Lima hizo depositar en el corral de su casa
el ataúd que le sirvió de carnaza ante los guardianes del orden, para después
venir a buscarme y decirme: «La fiesta de cumpleaños de Elia, tío Sixto, estuvo
muy bonita; durante tres días comimos bien, bailamos y rezamos por el bien del
mundo, como nunca jamás antes lo habíamos hecho».
—Amelia —respondí— ¡mantente, por
seguridad, lejos de mí y de toda la gente! ¡Tu marido y tu hija deben hacer lo
mismo!
—¡Qué histeria la suya, tío Sixto! Tenga fe, como nosotros los
protestantes, en Dios: ¡Él nos protege e ilumina!
Días después, señor periodista, Dios —bueno,
deseo creerle por una sola vez a mi sobrina Amelia— la llamó
a su lado: guardando una oportuna distancia, la vecindad de
Caín, mi pueblo, y yo mismo, la vimos transportada por su marido y su hija al
cementerio, en el ataúd con el que, en ida y vuelta a Lima, ella y los suyos se
pasearon en una carroza, cuyo chofer, lo supimos más tarde, murió infectado por
el diabólico mal.
—¿Y qué pasó con la hija y el marido? —consulté.
—La vecindad quemó su casa, y sus cadáveres dentro.
Melacio Castro Mendoza
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