EL HOMBRE
Melacio Castro Mendoza
Melacio Castro Mendoza, escritor y maestro de sangre sanmiguelina nacido en Caín - Chepén, afincado en Alemania, autor de varios libros, luego de su presencia en III Encuentro de Escritores y Artitstas Sanmiguelinos, donde recibió Medalla de honor, continuó su periplo cultural por Pacanga, Chepén, donde igualmente fue reconocido con medallas y sendas resoluciones cono hijo ilustre; luego pasó por Chimbote acompañado de su esposa Annette Seyfarth y su sobrina, donde conversamos mucho con Annette sobre Alexander von Humboldt y su breve estancia y descripción de la Bahía El Ferrol y por supuesto nos deleitamos con un sabroso y clásico cebiche chimbotano. Esta vez nos relata sus últimas experiencias operatorias. ¡A su salud, Maestro, amigo, paisano!
En casa de Pis@diablo
Guiado en su silla de ruedas por una de las
enfermeras más simpáticas, el hombre ingresó a mi habitación 308 del hospital
Huyssen-Stift. Mi reloj de pulsera señalaba, en aquel momento, la una y veinte
de la tarde. Minutos antes me habían sido extraídos de la vejiga tres tumores
canceríficos. Lo que ante mí veía, ¿era producto de un sueño? ¿Padecía fiebre?
El rostro del hombre, ¿a causa de mis dolores? se me hacía copia y calco de la
de un mono blanco, capaz de cometer alguna picardía y de malograrnos los buenos
ánimos. Al detectar en mi rostro la sorpresa que me causó su presencia, se
volvió a la profesional que lo auxiliaba y le dijo:
- Señora enfermera, ¡sírvase dejarme solo con mi
compañero de habitación!
Obediente, la enfermera se retiró cerrando con sumo
cuidado la puerta de la habitación. Entonces, él me abordó y dijo:
- ¿Qué hay?
- En mi cuerpo, dolor, y en la cafetería del piso
en que usted y yo estamos, saliendo al pasillo para luego voltear a la
izquierda y seguir de frente, hay una Cafetería en la que se puede tomar
un buen café a la vez que disfrutar de una docena de variadas y excelentes
tortas –bromeé, pese a mi mal estado físico y anímico.
Por experiencia propia –pues era la segunda vez que
me operaban– estaba en condiciones de ser muy preciso en mis informaciones
acerca de la Cafetería de nuestra sección hospitalaria, la de urología.
El hombre se llenó de alegría con mi noticia, se
olvidó de su silla de ruedas, se puso de pie y corrió a aquel lugar. En su
ausencia, como si se tratara de una película, recordé cómo fue que por segunda
vez tuve que hospitalizarme. Cinco meses atrás me operaron del mismo mal, en la
misma institución. ¿Quién falló? ¿Por qué? Estábamos ya a día viernes y el día
anterior, esto es, el jueves, tuve que dejar de lado todo cuanto tenía previsto
para la tarde y para los días siguientes: analizar arrugados documentos
históricos que probaran o desmintieran un cierto parecido colonial practicado
por los españoles en las Islas Canarias, El Caribe y América Latina.
Por la mañana, aquel jueves mi médico, el urólogo
Berthold Krupp me sometió a un minucioso control, semejante al que hacía casi
medio año también me practicó. Al finalizar el mismo, como entonces él fue
contundente. «Tiene que regresar a la sala de operaciones. Mire usted, mi
colega, el Herr Professor Doktor Laborius Krüger, autor de su operación
de hace ya medio año –opinó con ironía y un tanto amargado mi urólogo– le
extrajo de la vejiga algo que él en su informe hecho llegar a mis manos,
denominó una pieza benigna en proceso de convertirse en maligna. Yo no
le pedí extraer eso sino más bien dos carcinomas que ahora ya son tres.
Permítame usar su caso para demostrarle a mi colega, un buen profesional a la
vez que un hombre dispuesto a demostrar que la razón siempre anda de su parte,
que nunca hice un diagnóstico falso. Enceguecido por su vanidad académica de
jerarca –ser un Professor Doktor–, a veces tiende a ignorar lo que un
simple Doktor le indica. He fotografiado los tres tumores que amenzan su
vida y ahora sí, aparte de que tengo la oportunidad de demostrarle que la razón
esta vez está de mi parte, ¡él tiene que operarlo de inmediato! ¡Ahora mismo lo
llamo por teléfono y sin más argumentos, lo pongo contra la pared! Espero que
al final él por lo menos ante usted ceda en su arrogancia y le pida disculpas a
causa de su error, y que le haga un descuento por la nueva operación!».
La noticia, y el comentario de mi urólogo Krupp
respecto del Herr Professor Doktor Liborius Krüger, me dejó pasmado.
¿Depositar por segunda vez en él mi confianza? Camino a mi apartamento, la
rabia me desbordaba y apenas mi esposa Luisa von den Grünen me recibió a la
puerta de nuestro apartamento, le dije:
- Mañana me vuelven a operar.
- ¿Cómo? –entró en ebullición ella.
- Ayúdame a alistar mis objetos de aseo e higiene:
mañana vuelven a operarme y en el Hospital Huyssen-Stift ya me están esperando
para tomarme las pruebas de sangre y orina, y la del electrocardiograma,
indispensbles para mi segunda operación.
Pasadas a toda velocidad las pruebas obligatorias
previas a toda operación mayor, mi esposa y yo, aún sin creer del todo
lo que me estaba sucediendo, fuimos convocados a una entrevista con el
asistente del señor Professor Doktor Krüger, el médico que hacía poco
más de cinco meses me operara. El asistente, Niklas Hildebrandt, era otro
señor Professor Doktor. En cuanto nos recibió sin estrecharnos las
manos, nos saludó con extrema imparcialidad –sequedad, diría cualquiera– y
desde el otro extremo de la mesa de su oficina, tan parco e inexpresivo como un
general al pie de los cañones, me instruyó:
- La culpa del error cometido por nosotros la vez
pasada con usted se debe a la técnica que usamos. Sepa usted: se trata de un
metal que no podemos voltear para enfocar la parte superior de los costados de
la vejiga... Mañana tiene que estar en recepción a las 6.30 en punto.
¡Váyase a su casa porque por el momento en el hospital carecemos de cama en qué
alojarlo!
¿Disculpas por el error de la técnica que usó su
jefe? ¡Ninguna! ¿Promesa de un descuento mínimo por los costes que me causarían
la nueva intervención? ¡Ni siquiera la menor insinuación! Aun indignado,
pregunté a mi esposa:
- ¿Hay forma de evitar la operación?
- ¡Ninguna en absoluto! ¡Asumamos el desafío!
–tronó ella.
El día viernes fui puntual con la cita en recepción
del hospital y una vez ingresados a partir de mi nombre y apellidos –Eber
Arévalo del Sauce– mis datos personales en todos los formularios de ley puestos
a mi disposición, los cuales firmé con puño seguro, una bien dispuesta
enfermera rubia envió de regreso a casa a mi esposa para de inmediato guiarme a
la habitación 308, adaptada con dos camas. Tras indicarme la cama que de inmediato
ocupé, me anunció: «Vístase con la camisa clínica y deje libre todo el
vientre porque enseguida le voy a ingresar una sustancia que clarifica el
conjunto de la vejiga. Cuando la sustancia clarificadora actúa, al ser usted
operado nadie podrá decir que no vio el mal que lo acosa».
Alentado por el dato, con reacciones de autómata
hice lo que la profesional me indicara y ella, vía un cateter que me introdujo
en la uretra, me ingresó el líquido clarificador. Satisfecha con su
labor, antes de esfumarse dio una nueva orden: «¡No orine durante una hora!».
Tres horas después, a punto de estallar mi vejiga, sin solicitar permiso a
nadie, oriné. Dudaba ya si irían a operarme o no cuando a las 12.10 del día, un
enfermero ingresó a mi habitación para anunciarme que de inmediato me
trasladaría la sala de operaciones.
Todo sucedió de modo rápido: la anestesista, una
mujer muy hermosa, hizo su trabajo y a la 1.10 de la tarde desperté, libre ya
mis tumores y vigilado aun por la misma anestesista. Sobre su mandil leí el
letrero: Frau Professor doktor Ulla Schermeier. «Muy buenas tardes», me
saludó la anestesista, en perfecto castellano. Amable en extremo, me informó
que para no aburrirse, mientras me cuidaba ingresó mi nombre y apellidos, fijos
estos en una banda plástica a mi muñeca izquierda, a Google y que le
disculpara su alegría de saber que tenía ante sí a un escritor. Cuando prometió
que compraría por internet uno de mis trabajos publicados en España, le
agradecí con una sonrisa. El enfermero que me trasladó a la sala de operaciones
se apresuró a devolverme a la habitación 308, hecho por el cual me limité a
desearle a la Frau Professor doktor Ulla Schermeier muchos éxitos y
placer en la lectura de parte de mi trabajo.
A estas alturas de mi retrospectiva, el hombre que
en un principio confundí con un mono blanco sentado en una silla de ruedas
guiado por una enfermera, reingresó lleno de alegría por sus propios pies a nuestra
habitación.
- ¿Es usted un refugiado? –consultó, con
expresa desconfianza.
En Europa, recordé, había estallado una bomba: la millonaria
presencia de refugiados de África, Oriente Próximo y Medio, y de Asia. Las
políticas europeas, pensé, no son ajenas a las causas del estallido de tal
crisis.
- Soy de América Latina y me refugié en el
hospital, como usted, en busca de ayuda –respondí con lucidez pese a ciertos
dolores algo así como atornillados en mi cuerpo.
El hombre, como novedad, portaba lentes al estilo
Trotzki y como otra novedad, olfateó el aire del entorno de mi cama para de
inmediato opinar:
- Alemania, ¿sabe usted?, presta ayuda millonaria a
los refugiados y mire, sinvergüenzas, ¿cómo nos pagan estos? En mancha,
tocando el culo en las estaciones de trenes a nuestras mujeres, robando en
nuestras tiendas y en nuestros mercados e incluso asaltando nuestras
residencias. Por lo demás, ¡y en especial los africanos, apestan!
- ¿A usted le gustan los monos? –consulté.
Mi ocurrencia le causó gracia.
- ¿Por qué? –preguntó, tratando de reponerse en sus
buenos ánimos.
Entregado a desempacar su maleta y a colocar sus
camisas, sus corbatas, sus pantalones y sus bienes de aseo e higiene en los
armarios y lugares correspondientes, respondí a su pregunta:
- Porque abundan los alemanes a quienes les gusta
los animales. A mis palabras, noté, les faltaba la precisión. En verdad, temí
malograr sus ánimos soltándole una afirmación que podría sonar a subestimación:
«Abundan los alemanes como usted, capaces de preferir a los animales antes que
a los seres humanos provenientes de lugares ajenos a Alemania».
El súbito ingreso a nuestra habitación del Herr
Professor Doctor Hildebrandt, el asistente de su superior, el Herr
Professor Doctor Liborius Krüger, especialista urólogo que me acaba de
operar por segunda vez, evitó que el hombre asumiera, o rechazara, tanto mi
pregunta inicial como mi posterior afirmación.
Parco como siempre, el Herr Professor Doctor
Hildebrandt lo obligó a tenderse en la cama, preguntándole acerca de sus males.
- Los testículos me duelen a más no poder –le
informó el hombre.
Después de palparlo, el especialista, sentenció:
- Es una infección: ¡permanezca en su cama o váyase
a su casa!
Como medicamentos, le dejó unas tabletas. Ido el
médico, el hombre reaccionó maldiciéndolo. «Aunque se viste de médico civil,
por dentro lleva a un militar.... Ja, ja ja: a nosotros los alemanes nos gusta
vivir en consonancia con la disciplina. Sí, sí: aunque no llevemos uniforme,
nuestra mentalidad es la de un militar. Pobres diablos los refugiados:
¡nunca se podrán adaptar a nuestro modo de ser y de vivir! ¡Que se jodan o que
regresen de inmediato a sus países de origen!».
Metido en su pijama, él mismo se refugió en
su cama y, en el acto, se durmió. Al despertar, lo hizo riendo.
- En mis sueños, ¡una pesadilla de verdad!, me
sucedió algo grave –opinó buscando mi mirada, cubierto con su frazada hasta su
barbilla.
- Si desea, me lo cuenta –sugerí.
- Vea usted –me confió–: me vi en los carnavales de
Río de Janeiro y mis manos, tal cual de verdad sucedió la vez que celebré allí
esa fiesta, se fueron directa al bello trasero de unas jovencitas en extremo
hermosas y provocativas... De pronto, un hombre robusto y moreno de edad
mediana me metió un puntapíe por la espalda y al volverme hacia él, oí que con
rabia me dijo: «¡Extranjero de mierda, respeta a mis mujeres!». Más allá, un
hombre hacía bailar a un mono y yo, un hombre amante de los animales, acaricié
al chimpancé y le dije: «¡Qué animal tan dulce!» Oída mi sincera frase, el
mono, como por arte de magia, se transformó en un hombre de verdad y me
recordó: «Tú, gringo, eres de ese tipo de personas que cuando en tu país
ven a un refugiado lo insultan llamándole mono y aquí, en mi país, al
ver mi presencia de mono auténtico, exclamas: “¡Qué animal tan dulce!... ¿Qué
tienes en el cerebro: basura o caca?”»... ¡Uff! ¡Qué pesadilla!
Esta vez reí yo. Con mi risa, los dolores causados
por mi reciente operación, empezaron a disminuir.
- Está haciendo usted uso de la caja fuerte?
–consultó, extrañándome su proceder, una vez más, el hombre.
- Carezco de objetos de valor –informé.
Apresurado, abandonó él su cama, se dirigió al
armario que acogía la caja fuerte, la cual abrió para depositar en su
interior algo que me resultó imposible ver. Satisfecho, mudó su pijama por una
ropa de ciudadano elegante y desaparecíó camino a la Cafetería. Hacia la
noche volvió derrochando loas por la amabilidad, las palabras y las sonrisas
agradables y fáciles de la joven polaca que atendía con los desayunos, las
comidas y lonches a los pacientes.
Antes de acostarse, el hombre me pidió aun le
escuchara recitar una composición suya dedicada a la muchacha de la
Cafetería. Sus versos traducidos mas o menos en rima, decían: «En la Cafetería
de un hospital/ conocí a una bella muchacha/ quien entre canto y risas
elaboraba pan./ Mis partes íntimas padecían un mal/ con caracteres de pesada
racha/ y al posar en mí sus ojos la muchacha/ su dulzura tornó en dicha mi
dolor./ Siento sus miradas predestinadas a mi amor/ en tanto sus brazos a mí
vienen y de mí se van/ dejándome canto y risas en sabor de torta./ Agradecido
de haber saboreado su grato pan/ vivir deseo para sumar a mi cuerpo el calor de
su aorta. En la Cafetería de un hospital/ la, la, la...» cantó su última
frase. Ajeno a mí mismo, lo aplaudí.
El día domingo, luego de que muy temprano las
enfermeras de turno le tomaran las usuales pruebas de su presión sanguínea y de
su temperatura, el hombre se aseó y recitando sus versos que antes de dormir me
hiciera oír, recibió en alta voz a la muchacha, quien al uno y al otro
nos sirvió el desayuno. Consumido el suyo con gusto, se vistió de
ciudadano elegante, maldijo a los señores de la jerarquía Professor Doktor,
hizo maletas y sin siquiera darme su nombre ni despedirse, confesó extrañar su
silla de ruedas, caminó por sus propios pies dejando atrás nuestra habitación y
el hospital.
El día lunes el Herr Professor Doctor Niklas
Hildebrandt ingresó a examinarme y sin más comentarios, dijo: «Ahora mismo una
enfermera le va a liberar de las sondas; después, orina tres veces y si carece
de dificultades para hacerlo, vuelva a casa». Liberado de las sondas, cumplí
con las instrucciones del Professor Doctor Hildebrandt y a punto de
abandonar la habitación, revisé el armario que acogía la caja fuerte, la
cual estaba abierta, y repleta de dinero. Ajeno a cualquier vacilación, billete
a billete conté y reconté: el total sumaba la tentadora cifra de diez mil
Euros. En el fondo de la caja fuerte encontré una tarjeta con el nombre
y la dirección de mi ex compañero de habitación.
Mi esposa Luisa von den Grünen me guió en nuestro
pequeño auto hasta su casa. Timbré a su puerta y en cuanto esta se abrió, el
hombre emergió ante mí vestido con su pijama.
- Señor Erdmann –le dije, advirtiendo su rostro
adolorido y bastante ensombrecido– le traigo el dinero que usted olvidó en la
caja fuerte de nuestra ex habitación.
- Dios mío: esa es la suma que siempre me acompaña
y me acompañará hasta mi muerte, igual adonde vaya. Acostumbro a llevarla
conmigo como garantía de un seguro sepelio. Oiga, ¡celebro su corrección! Sin
duda, ¡su honradez es una clara muestra de que usted, aunque sea un
latinoamericano, ya se ha integrado a nuestros valores y a nuestras
preciosas costumbres!
Sin más, dio un portazo y desapareció.
En la bahía de Chimbote
Medallas de reconocimiento a su prolífica labor cultural: Pacanga y Chepén, donde vivió
¡A su salud, Maestro, amigo, paisano!...
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