LA MAMÁ HERLINDA
Ella era La Mamá Herlinda, una tía abuela muy viejita que llegué a conocer cuando yo era un niño de 5 años. Fue en el pueblo de San Miguel de Cajamarca, la tierra de los abuelos, la tierra de mi padre, la tierra de todos los CUBAS. A ella siempre la encontraba sentadita en una silleta de junco destejida en el espaldar, tan igual como sus años canos, siempre se abrigada con su chal color negro como la soledad. La mamá Herlinda sabía jalar muy bien su silla, como persiguiendo el camino del sol que entraba desde muy temprano por el extenso balcón de su casa. Su silencio era muy prolongado, pocas veces escuché su voz. Tal vez sus palabras se habían convertido en obtusas, habiendo perdido la forma en sus vértices por el desgaste de los años. Tantas innumerables veces utilizando las palabras hacia otros, otras tantas veces se decía ella misma muchas cosas. De sus labios agrietados salían palabras huérfanas de encanto, con los bordes agujereados y solo eran murmullos, susurros que raspaban el viento. Otras veces muchos suspiros se le escapaban por las mañanas, como queriendo encontrar la sonrisa de los amigos de la infancia, la caricia tierna de su madre, los bellos sueños cuando conoció por primera vez el amor. A sus pies descansaba su perro chusco, quien parecía ser el único en entenderla cuando movía su cola insistentemente. La mamá Hercilia se iba a dormir cuando el gallo de la sorda Juana escondía su pico entre sus alas y el gallinero se cubría en los sueños profundos. El silencio se paseaba por el zaguán, subía las escaleras de madera y se sentaba al borde de su cama para contemplar cómo se le acortaban los días, como se le destejían los recuerdos, como la vida en cualquier momento podría irse sin que ella despierte, sin poder perseguir al sol con su silleta de junco en el balcón extenso de su casa.
No comments:
Post a Comment