LOS PATIOS CAJAMARQUINOS
Jorge Pereyra
No sé si ello se debe al empedrado que canturrea sus amores más
pedestres, con voz de seda y aguaymanto, y obliga a mi corazón a
arrodillarse y abrazarse a su melodía.
O tal vez serán los geranios florecidos que tiemblan en sus macetas al sentir el beso sosegado de una luz blanquecina, casi andaluza, que deposita en sus rojos pétalos todos los polvos solares.
Cuando era adolescente, entrar al patio, por el portón y el zaguán, me producía un grato cosquilleo que sólo los arcángeles sienten al contemplar las puertas del Paraíso perdido.
Una vez allí, el vuelo de un quinde solía suspenderse en el aire para observar la granítica fuente de agua donde retozaban y sacudían sus plumas una parvadita de púberes y nerviosos indio pishgos.
Por los balcones y entablados corredores del patio, trotó mi chiquitud como un loco y alucinado caballito de madera. Y en una esquina del patio, bajo la sombra alcahueta de una palmera enana, supe lo que era besar a mi vecina por primera vez.
A veces, todavía me parece ver al mediodía, sentada en su perezosa, la vencida silueta de mi abuela María, dormitando con la boca abierta, mientras un puñado de mariposas se posaba con feliz aleteo sobre su colorido pañolón.
Por la tarde, también se fatigaban cinco o seis colores y renovaban sus matices a medida que la luz se alejaba.
Los patios son cisternas, cubículos adoquinados, por donde se vacían los cielos y las estrellas llueven de noche como chispas confundiéndose con las luciérnagas somnolientas.
Qué agradable era vivir en la paz oscura de un zaguán, debajo de la enredadera de jazmín y dentro de un pozo húmedo y musgoso.
Recuerdo que había una jaula, con su puerta siempre abierta, desde la que trinaba un huanchaco a los años dormidos, a los choclos recordados, a los valles verdes y amplios, y al tañido bronco de la lejana campana de la Catedral.
Completaba la visión Lorenzo, un lorito taimado, lenguaraz y soez, siempre trepado a un arbolito de capulí, que nos tendía la patita y que le enseñó sus primeras palabras groseras al Loco Terry, según juran y perjuran algunas beatas de mi pueblo.
Un patio sin fuente jamás podrá ser compadre del sol y de la luna.
Y existe una secreta complicidad de murmullos entre el patio y la flor. Es un espacio de aromas fuertes donde sólo los duendes escuchan y huelen las tertulias y el tenue parloteo de ambos.
Una alforja sobre la silla –nadie me lo dijo, yo lo vi- acostumbraba convocar con sílabas mudas a los claveles rojos, a las siestas de junio y a las blancas alcobas interiores.
Ay, patiecito solariego, contigo sueño dormido, contigo sueño despierto.
Siempre regreso a ti, patio, cada vez que pierdo. Tú me purificas, me recobras, me animas, me curas y me haces sentir más bueno.
Mi patio pasó a manos ajenas.
Por él deambulan ahora los fantasmas de mi padre, madre y abuela. Y en sus cabezas muertas todavía revienta la miel de sus recuerdos más queridos, cuando se reunían a conversar sobre la lluvia, el clima, y sobre las buenas y malas cosechas.
Pero no me importa, patiecito mío, que sólo existas para mí y nadie más. Contigo ya no me siento solo, pues estás en mis sueños más profundos y en mis remembranzas más distantes.
Todavía ando buscando como Diógenes aquel portón invisible de mi viejo y entrañable patio, para ver si aún puedo introducirme en él en silencio y calladito.
Pero antes de quedarme dormido en un poyo del zaguán, cerraré con llave y para siempre, el portón de mi infancia y de la tuya.
O tal vez serán los geranios florecidos que tiemblan en sus macetas al sentir el beso sosegado de una luz blanquecina, casi andaluza, que deposita en sus rojos pétalos todos los polvos solares.
Cuando era adolescente, entrar al patio, por el portón y el zaguán, me producía un grato cosquilleo que sólo los arcángeles sienten al contemplar las puertas del Paraíso perdido.
Una vez allí, el vuelo de un quinde solía suspenderse en el aire para observar la granítica fuente de agua donde retozaban y sacudían sus plumas una parvadita de púberes y nerviosos indio pishgos.
Por los balcones y entablados corredores del patio, trotó mi chiquitud como un loco y alucinado caballito de madera. Y en una esquina del patio, bajo la sombra alcahueta de una palmera enana, supe lo que era besar a mi vecina por primera vez.
A veces, todavía me parece ver al mediodía, sentada en su perezosa, la vencida silueta de mi abuela María, dormitando con la boca abierta, mientras un puñado de mariposas se posaba con feliz aleteo sobre su colorido pañolón.
Por la tarde, también se fatigaban cinco o seis colores y renovaban sus matices a medida que la luz se alejaba.
Los patios son cisternas, cubículos adoquinados, por donde se vacían los cielos y las estrellas llueven de noche como chispas confundiéndose con las luciérnagas somnolientas.
Qué agradable era vivir en la paz oscura de un zaguán, debajo de la enredadera de jazmín y dentro de un pozo húmedo y musgoso.
Recuerdo que había una jaula, con su puerta siempre abierta, desde la que trinaba un huanchaco a los años dormidos, a los choclos recordados, a los valles verdes y amplios, y al tañido bronco de la lejana campana de la Catedral.
Completaba la visión Lorenzo, un lorito taimado, lenguaraz y soez, siempre trepado a un arbolito de capulí, que nos tendía la patita y que le enseñó sus primeras palabras groseras al Loco Terry, según juran y perjuran algunas beatas de mi pueblo.
Un patio sin fuente jamás podrá ser compadre del sol y de la luna.
Y existe una secreta complicidad de murmullos entre el patio y la flor. Es un espacio de aromas fuertes donde sólo los duendes escuchan y huelen las tertulias y el tenue parloteo de ambos.
Una alforja sobre la silla –nadie me lo dijo, yo lo vi- acostumbraba convocar con sílabas mudas a los claveles rojos, a las siestas de junio y a las blancas alcobas interiores.
Ay, patiecito solariego, contigo sueño dormido, contigo sueño despierto.
Siempre regreso a ti, patio, cada vez que pierdo. Tú me purificas, me recobras, me animas, me curas y me haces sentir más bueno.
Mi patio pasó a manos ajenas.
Por él deambulan ahora los fantasmas de mi padre, madre y abuela. Y en sus cabezas muertas todavía revienta la miel de sus recuerdos más queridos, cuando se reunían a conversar sobre la lluvia, el clima, y sobre las buenas y malas cosechas.
Pero no me importa, patiecito mío, que sólo existas para mí y nadie más. Contigo ya no me siento solo, pues estás en mis sueños más profundos y en mis remembranzas más distantes.
Todavía ando buscando como Diógenes aquel portón invisible de mi viejo y entrañable patio, para ver si aún puedo introducirme en él en silencio y calladito.
Pero antes de quedarme dormido en un poyo del zaguán, cerraré con llave y para siempre, el portón de mi infancia y de la tuya.
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