«El ojo y la pluma»
PALABRAS (I)RACIONALES:
UNA DOLOROSA PÉRDIDA
Melacio
Castro Mendoza
Desde que a comienzos de la década de
1990, recién en Essen (Alemania) entramos en contacto directo, a José Dámaso
Ramos Bosmediano se me ocurrió llamarle «Sangama». «¿Por qué?», me preguntó.
«Porque tus discursos», respondí, «familiares a mis oídos desde los primeros
años de la década de 1980, suenan a historia, a sueños y a utopías».
Foto 1.
José Ramos en una reunión en la residencia de Melacio Castro Mendoza.
Llegó a Düsseldorf en vuelo aéreo que
pasó por Amsterdam y apenas puso pie en tierra, expresó: «¡Qué bruto
aeropuertazos que tienen Holanda y Alemania».
Desde julio de 1980, el primer
secretario general del Sindicato Unitario de la Educación del Perú (SUTEP),
Horacio Zeballos Gámez, me encargó la función de «representante del SUTEP para
Europa», y el viaje a Alemania de José Dámaso Ramos Bosmediano en su condición
de secretario general del SUTEP, estuvo coordinado por mí. Entre otras
cuestiones, creíamos necesario el fortalecimiento de las relaciones del SUTEP
con el Sindicato de Educación y Ciencia (GEW), gremio que integra a amplios
sectores del magisterio y de las ciencias de Alemania.
Foto 2. Horacio Zeballos Gámez a la salida del hospital
de Essen en el cual fue tratado médicamente, por inicitaiva de Melacio Castro
Mendoza, entre junio y julio de 1980. Lo acompaña la dirigente de GEW, Regina
von Oppenkowski.
El sindicato GEW tenía, y sigue
teniendo, su sede central en Frankfurt del Meno. José Dámaso Ramos Bosmediano
nunca lo entendió. Para él las centrales sindicales, como las sedes de las
organizaciones más importantes de Perú, se encontraban en la capital, Lima, y
Frankfurt era, para él, unas veces Bonn, la entonces todavía capital de la
República Federal de Alemania, y otras veces Berlín, la histórica, y actual,
capital de Alemania.
«Alemania es una selva», apreciaba
«Pepe» cuando, a causa de tanto edificio de cemento y de vidrios «de nunca
acabar» (palabras suyas) se desorientaba. Él, original de uno de los pueblos
selváticos que una u otra vez fue barrido por las aguas, consideraba una
barbaridad la «desaparición de los parques urbanos por la maza del cemento».
–Ahora sí estás ya en condiciones de
entenderme por qué tú, para mí, eres Sangama. De un lado, confundes Frankfurt
con Bonn y Berlín, y de otro, sin poder hacer nada en contra, puedes atestiguar
cómo la naturaleza, a causa del avance industrial, no escapa de ser destruida
ni en Alemania.
–Sí, ¿di? –concedió.
«Pepe», agregué, «en diciembre de 1969,
durante el sepelio de José María Arguedas, entre los escritores, músicos y
otros artistas que en la calle se dieron encuentro, conocí al general y
escritor Arturo Hernández del Águila, autor de Sangama. Dos o tres días
después del acto fúnebre dedicado a Arguedas, él tuvo la amabilidad de reunirse
conmigo en la Plaza San Martín. En su compañía, fui a una cafetería a tomarme
un café y después de que le confesé haber leído Sangama, su maravilloso
libro, le di a leer unos versos míos. “Son versos”, le expliqué, “con los
cuales, leyéndolos al público de plaza en plaza, como lo hago ya apenas caídas
las noches en la plaza San Martín, espero ganarme las propinas que me permitan
hacer caja de modo que pueda comprar mis pasajes y mis alimentos desde Perú a
México».
–¡Explícame eso! –exigió él.
–Carezco del dinero que me exige
estudiar en la Universidad Nacional de Trujillo. Por lo demás, a causa de un
drama amoroso, me metí en un lío policial. Ando necesitado de abandonar «la
patria» –sinteticé.
Sin pelos en la lengua, describí a
Arturo Hernández la miseria de mi situación, y las intenciones de mis
propósitos.
–¿Hiciste ese viaje? –consultó «Sangama».
–«¿Lo lograré?», pregunté, Pepe, a
Arturo Hernández del Águila, y nuestro genial literato opinó: –«Si no das
marcha atrás, lo que te esperará será una selva de experiencias y yo siempre he
pensado que vivir mucho es la base fundamental para inventar menos y para
escribir más, y mejor».
¡Para mí, aquellas palabras fueron un
gran aliento! Auxiliado, en efecto, por la enana economía que me aportaban mis
lecturas, a las cuales agregué algunas ocupaciones manuales, viajé por cuarentaiocho
países.
Después de tres años volví a Perú,
reinicié mis estudios universitarios en la Universidad Nacional de Trujillo y
al término de los mismos, nuevos líos, de carácter político, me obligaron a
dejar Perú. En Alemania, sin embargo, las luchas de los pueblos
latinoamericanos siempre me tuvieron practicando la solidaridad con sus
reivindicaciones.
–¡Tienes que escribir tus experiencia!
–exigió José Dámaso Ramos Bosmediano.
Parte del trabajo de solidaridad con
las luchas populares de Perú constituía la organización de conciertos
musicales. Manuel Prado Alarcón, «Manuelcha», el brujo de la guitarra andina,
invitado por mí a un concierto en uno de los teatros de Frankfurt del
Meno, la tierra oriunda de Johann Wolfgang von Goethe, devino en testigo de
cómo, a escasas cuadras de la casa-museo del autor de «Fausto», una familia que
acababa de mudarse había depuesto sobre la vereda, entre otros, muebles, ollas,
tazas, cucharas y cuchillos en perfecto estado útil.
–Si ustedes desean –anuncié a «Pepe» y
a «Manuelcha»–, pueden llevarse estos «roches».
La sonora risa ante semejante
ocurrencia contribuyó a que cada cual se animara y tomara algo de lo que creyó
oportuno.
–¿Serán la vajilla que usó Goethe?
–preguntó Pepe.
– Debe ser más bien –opiné– la vajilla
de que se sirvió Mefistófeles.
Calmados los ánimos, José Dámaso Ramos
Bosmediano preguntó:
–¿Por qué aquí, en Bonn, no vamos a ver
algún Pueblo Joven?
– Estamos en Frankfurt del Meno, Pepe
–respondí– y tanto aquí como en Bonn, y en Alemania en general, los Pueblos
Jóvenes no existen.
–La riqueza y el bienestar de los
países desarrolados –agregó él– se basa en la pobreza y en la ignorancia de
nuestros países, ¿di? Antes de ser llanta, lo que mueve a los autos era caucho,
y antes de ser cuchara de plata, «el roche» que he recogido fue metal bruto
traído de algunas de nuestras minas.
Apelar a la historia llevaba a José
Dámaso Ramos Bosmediano a explicarse las causas de nuestros «atrasos»
económicos, sociales y culturales. A partir de aquella explicación forjaba él
sus «sueños» y sus «utopías».
–La selva, hermano –me dijo en una de
sus agradables conversaciones– no solo ve perder, en favor de los monopolios,
sus recursos naturales sino, algo de que a mí más me duele, sus lenguas
originales.
–La política oficial peruana –agregué–
concibe a la selva como a su colonia. Por ello mismo, sin las luchas
populares por la justicia que se dan en la sierra y en la costa, la selva no
puede ser alzada ni a la libertad ni a la paz con justicia social –sugerí.
–Hermano, ¿estuviste en la selva?
–preguntó.
Un tanto avergonzado, le confesé que
no.
Me miró, me abrazó, dijo comprenderme y
me invitó a visitar, entre otros, Contamana e Iquitos.
– Pepe, ¿por qué no escribes acerca de
los sucesos relacionados con la selva que a ti más te duelen?
– Cuando cumpla los setenta años voy a
sentarme a escribir el libro que hace años llevo ya en la cabeza–, me prometió
al despedirnos.
La muerte nos lo arrebató el 24 de
diciembre del 2012. Para mí, una dolorosa pérdida.
Melacio Castro Mendoza, escritor radicado en Alemania, nacid en Caín, de procedencia de San Gregorio - San Miguel.
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