MARIPOSAS NEGRAS
Autor: Jorge Adolfo Ramírez Quiroz
Cultural Pis@diablo.- Una nueva voz y pluma sanmiguelina
emerge en nuestras páginas virtuales –cual espiga tierna de bendito trigo de
aquella dorada y espiritual sementera del corazón andino- Esta vez, nuestro
escritor Jorge Adolfo Ramírez Quiroz,
residente en la ciudad de Chiclayo, cesante de la administración pública y
quien culmina estudios de Derecho y Ciencias Políticas en la Universidad Señor
de Sipán de dicha ciudad; abre sus corolas al sol para obsequiarnos su alma y
creatividad literaria inédita, sentida y esperanzadora.
Con alguna
trayectoria literaria, refundida en el tiempo o cuando niño dejó nuestra ciudad
acompañado de sus señores padres: Gustavo Ramírez y Bertha Quiroz y hermanos ‘Pupo’
y Lucho, dejando como patrimonio viviente al abuelito Lorenzo Quiroz; familia
de grata recordación; para ir a radicar en Chepén.
Como literato
y compositor cuenta con cierta trayectoria, consolidando así el corpus
literario sanmiguelino: participó en los IV Juegos Florales 2002 - Área Poesía,
organizada por la Municipalidad Provincial de Chiclayo, ocupando el tercer
puesto con la poesía "Bello Chiclayo", publicada por los organizadores
en una Antología de poesías ganadoras, Primer Puesto en el Concurso de Poesía: Encuentro
Juvenil “Te Amo Perú” del 30 de Setiembre del 2011 con la poesía “Soñaba".
Con el cuento "Mariposas Negras" participó en el Premio COPÉ 2015.
Próximo a
publicar su primera novela titulada "Los animales del Bosque de
Pómac". Compositor del pasodoble “San
Miguel de Pallaques” (tiene partitura para banda de músicos), Cantata a
La llegada y fundación española de San Miguel de Pallaques.
¡Bienvenida
al lar de tu nación e inspiración, un abrazo fraterno de reencuentro, deseando
los mejores éxitos en tu carrera literaria, profesional y familiar!
El presente
relato, publicaremos en dos partes para una mejor lectura y entendimiento.
I
Parte
Después de arrebatarle a la época un breve periodo
de descanso para reponer algunas fuerzas gastadas, pero creo, que cuando el
tiempo no daba para más porque nos había sorprendido ya la estación calurosa de
un largo verano norteño, comprendí perfectamente que era el momento justo, adecuado,
y por fin me animé con vasta pasión a
crear este relato.
No sabía con exactitud cuándo sería ese instante
que daría inicio a esta narración
trastornada, que además, ya lo tenía reservado y registrado en mi pensamiento
mucho tiempo atrás, dándole mil vueltas en mi frágil cabeza, especialmente por
las noches solitarias en la paz de mi cama o también en el día, cuando no había
mucho por hacer y sobraban las mañanas enteras con horas vacías, tiempo
suficiente para el hastío.
Una tarde agitada y malhumorada del estío norteño,
donde las ideas precisamente no son firmes, sino más bien un poco vulnerables, por
el descomunal bochorno que se siente
estos meses del verano norteño aquí en la ciudad de Chiclayo.
Temiendo que me vaya a trascordar el argumento por
confusión, o por el trasvase de nuevos pensamientos por mi mente, un día menos pensado, resolví finalmente sacarlo del
anonimato y plasmarlo en el papel definitivamente.
A este hermoso cuento le daré el soplo de vida, con
el tradicional inicio conocido por todos
nosotros.
Había una vez en un pueblecito agrícola y ganadero
de la sierra norteña, San Miguel de Pallaques. Pequeña ciudad de los “Pisadiablo”,
enclavada en los andes norteños del Perú, donde predomina el color verde
ecológico en todos los matices de su hermosa campiña, una mujer muy simpática, disciplinada,
y de precaria economía; pero a la vez perspicaz en erudiciones de la vida.
Esta amable mujer no dejaba nada suelto al azar y
menos sin analizar, difícil de ser engañada por su vasta experiencia en pobreza
extrema, pues sabía utilizar muy bien la lógica de las cosas, poseyendo mucha
intuición de las vicisitudes del vivir diario, inclusive en algunas ocasiones
se daba el lujo de profetizar los sucesos, como por ejemplo: utilizando su
brillante lógica pensó que dándoles una educación esmerada y diligente en conocimientos
útiles a sus hijos, ellos iban a tener un futuro próspero; por eso, nunca
desestimó que los chicos accedan a una formación educativa en el pueblo.
La mayoría de muchachos en aquellas épocas no lo
hacían e iban al campo a realizar labores agrícolas como peones en tierras de
hacendados, siendo explotados y consecuentemente, maltratados.
Podría faltar todo
en su humilde hogar, menos un cuaderno y un lápiz; útiles básicos para el
aprendizaje y la libertad de la existencia. En aquellos años, la educación en
el pueblo era muy aceptable inclusive en colegios fiscales, incidían
ampliamente en la formación del alumno, sobre todo en valores.
Esta humilde mujer no tuvo grado de instrucción,
era iletrada, porque también su madre porteña, quien fue una viuda pobre,
afincada y sufrida aquí con todos los rigores del invierno serrano, los
truenos, relámpagos y la lluvia intensa de la estación invernal al cual fue sometida
por su difunto marido, finalmente la doblegaron, muriendo en el destierro
serrano; pero siempre añorando en todo momento su hermoso mar de Pimentel.
Su madre viuda había decidido que no estudie por
falta de medios económicos, o sencillamente mala costumbre de esa época que la
hija no se cultive y más bien aprenda las severidades injustas, de los
quehaceres domésticos.
Siempre presumía ante la gente serrana que en su
hogar se comía muy bien cuando su difunto padre vivía, especialmente el pescado
fresco.
Una vez su padre, de paso por la ciudad de Chiclayo
resolvió llevar unos pescados a San Miguel de Pallaques, lugar friolento de la
sierra cajamarquina y, su madre, experta en la elaboración de estos por ser porteña,
los preparó en un sabroso y humeante sudado, sus vecinas se quedaban
boquiabiertas preguntándole que sabor tenía el pescado, o como es que no se
atragantaban con las espinas, que eran muy punzantes y peligrosas.
Por San Miguel, aquellos años no se conocía el
sabroso alimento marino, de vez en cuando aparecía algún hombre de las alturas
sanmiguelinas, con una u otra pequeña sarta de truchas que habría pescado por
los ríos o lagunas de las jalcas heladas. Esa pequeña cantidad de truchas, era
todo en pescados por estos lugares.
Pero, una sola vez apareció un desaliñado
comerciante costeño, con una camioneta pequeña llena de pescados, entonces,
todo el pueblo infantil corríamos perplejos tras la camioneta, hurgando como
bichos raros a los pescados y al hombre quien los vendía. Una que otra ama de
casa escudriñaba absorta, tras las puertas de sus casas y observaban
desconfiadas de lo que se trataba sin darle mayor importancia, algunos niños
hasta se atrevían a tocar y oler el producto marino que por cierto, nadie compró,
por más que el comerciante perseveró, tratando de explicar las bondades
alimenticias del pescado y dando varias recetas de cómo se preparaba.
Esta valerosa mujer tuvo dos hijos varones: Dante y
Daniel, muy apegados a ella, a quienes había formado con los rigores intensos,
propios de una buena disciplina, -¡Bien criados! - Manifestaba en toda ocasión.
Además desde temprana edad eran responsables en sus actos, no traveseaban como
los demás niños, más bien pensaban y actuaban como adultos, porque así habían
sido criados.
Parece que la formación dada a sus hijos impugnaba
a la de ella, que fue criada en la miseria. Pues en ellos no había astucia de
la calle, ni la buena lógica empleada por mamá, porque nada les había hecho
falta, de todo lo básico disfrutaron por el trabajo esforzado de su corajuda
madre.
Dante y Daniel se llevaban dos años el uno del otro
pero parecían mellizos porque ambos tenían igual contextura física y a veces,
los deseos de jugar con el mismo juguete, por eso tenían unos leves amagos de
pleito que la madre sabiamente supo subsanar y pacificarlos sin confrontaciones
finales.
También les gustaba la misma comida y lo hacían con
gran apetito, devorando todo lo que la madre les servía en la mesa, sin dar
mayores problemas como algunos niños acaudalados, que hacían berrinches la hora
de tomar sus alimentos. Los niños se criaron en un ambiente de máxima felicidad, pese a no
contar con la figura paterna quien desapareció de este mundo prematuramente.
Cuando papá murió aún estaban pequeños y no tenían
raciocinio de las cosas, lamentablemente no les quedaba recuerdos del padre;
pero la madre con sagacidad taponó todos los huecos de la infelicidad, dándoles
mucho amor, trabajando día y
noche en la actividad que hubiere sin pensarlo mucho.
Cuando no estaba en el reducido y vacío socavón de
su mina pobre, en un pequeño cerrito adyacente a su casa rascando la tierra con
sus muchachos, ayudaba en las cosechas de choclos y papas, desgranaba maíz seco
para gallinas y cerdos, esquilaba lana de ovejas de algunos ganaderos de la
zona, en el cumpleaños de algún terrateniente, ella siempre estaba en la cocina
preparando el banquete, por la buena sazón heredada de su madre porteña, lavaba
ropa, matizaba de color en latas grandes, los pullos tejidos a callhua, trituraba ajos, rocotos,
huacatay y paico en el batán de sus vecinas. Desde la madrugada serrana,
ayudaba en las pocas panaderías del pueblo amasando el pan, y al final de la
jornada, llevaba este producto a casa para el desayuno de sus hijos.
Estaba en las “mingas” bullangueras, arreglando
carreteras después de los huaicos de invierno, en los meses de lluvia intensa,
sellaba goteras en los tejados de sus vecinos, ganándose de esta forma por
estas actividades, las dádivas de la gente del pueblo que nunca la abandonaron,
al contrario siempre la apoyaron.
Todas estas faenas las realizaba de buena voluntad,
siempre feliz, comentaba que cumplía con todos estos trabajos para que a sus
hijos no les falte lo básico, como era la alimentación y la educación. Esta
humilde dama, utilizó toda la sapiencia de mujer trajinada en favor de sus hijos, siempre
decía:
- No quiero que mis hijos sufran como yo he
sufrido. Por todo esto, hizo estudiar a sus niños que es lo más importante para
un ser humano, porque se había dado cuenta que si no había educación, iban a
vivir siempre siendo peones, expuestos a explotación y maltratos.
Después que concluyeron los estudios primarios y
secundarios en los únicos colegios públicos del pueblo, migraron a la costa
para seguir con los estudios universitarios, porque así se lo habían hecho
saber a Valentina que así se llamaba esta mujer valiente y aguerrida que de
contextura, era más bien voluminosa completa, blanca como la leche; pero de
mirar insistente, triste y progresista.
Le dijeron unos profesores del último año del
colegio donde habían cursado sus hijos, que tenía que aprovechar en mandarlos a
la costa para que sigan con sus estudios en carreras universitarias, porque los
chicos respondían a las exigencias de los profesores de las diferentes
asignaturas, pues los dos, en años distintos habían sido número uno en sus
respectivas promociones, por eso, el colegio les había dado el premio
excelencia por su gran rendimiento académico.
Dante y Daniel, en todos los años lectivos se habían
dedicado únicamente a estudiar sin cesar, habían asumido una rivalidad sana
para ver cuál de los dos era el mejor en sus respectivos años escolares y
también en el hogar; pero siempre eran parejos en las notas finales.
Ellos, secretamente compensaban con el estudio la
falta que les había hecho su padre, a quien prácticamente no conocieron.
Por lo tanto, Valentina, una mañana melancólica de
crudo invierno tuvo que tomar la terrible determinación de mandar a estudiar a
sus dos hijos a la costa del Perú, muy a su pesar.
Comentó que si se quedaban junto a ella, lo sumo
que podían aspirar era ser peones de tierras ajenas, pues ella, no poseía ni
siquiera tierras de cultivo para que allí puedan trabajar sus hijos, también
pensó para tomar esta terrible determinación de mandarlos a estudiar a la
costa, que si se quedaban con ella, iban a empezar a embriagarse con
aguardiente de caña, como lo hacían todos los chicos que se quedaban en el
pueblo, como también lo hizo su difunto marido, quien murió joven, alcohólico y
ruinoso, como perro vagabundo por las calles sanmiguelinas junto a todos sus
hermanos, quienes murieron de tanto beber ese maldito licor, arrojando sangre
por la boca, en el pueblo se murmuró por mucho tiempo que murieron botando el
hígado en pedazos por la boca, quedando estigmatizados como alcohólicos por
toda la gente del pueblo.
Lo que no pensó Valentina es que desde ese aciago
día se iba a quedar muy sola, sabe Dios hasta cuándo. ¿Porque no pensar que tal
vez sería para siempre?
Esto no le afectó, porque primero pensó en el buen
futuro de sus hijos; pero a pesar de todo, se armó de valor y recapacitó con
firmeza en el porvenir de sus vástagos.
Un día, en la atractiva y colorida feria dominical
del pueblo, donde llegan los campesinos de estancias aledañas ataviados de sus
trajes multicolores, con todas sus mercancías para vender; pero también llegan
comerciantes de la costa para comprar ganado, aprovechó y sacó a venta dos
corderos, a quienes había criado junto a sus hijos desde pequeñitos, con mucha
dedicación y ternura, por eso los quería demasiado.
Un cerdo holgazán que estaba bien gordo, porque ni
pararse podía, pues comía mucho, en principio recostado a su chiquero,
posteriormente, solamente lo hacía tumbado en el suelo, y a veces dormido, decían
en el pueblo que ya tenía varias latas
de manteca dentro, por eso su valía era mucho más, un manso y fiel jumento que era el juguete preferido de sus
pequeños, porque lo montaban y desmontaban a su antojo, además, el pollino
le servía a Valentina para recolectar leña en sus fuertes lomos, por la
colorida campiña en la estación del verano, como provisión para el crudo invierno serrano.
Este fue todo el patrimonio con que contaron sus dos hijos para la partida
hacia tierras calurosas de la costa.
El éxodo a una aventura sin fin, fue un triste día
de invierno.
Y como para darle mucho más sufrimiento del que ya
había, la naturaleza puso algo de su parte ese apenado día, porque hubo:
lluvias, truenos, relámpagos que iluminaban el pueblo, dándole un matiz pálido
ambarino, y una añoranza larga,
adolorida, difícil de asimilar para una mujer desolada y solitaria como
Valentina.
Hasta el triste final, Valentina no se separó un solo
instante de sus dos hijos, a cada momento les hacía hincapié de la buena
crianza que les había impartido, para
que ellos pongan en práctica cuando vivan solos en la costa.
Finalmente, cerca ya de la partida les susurraba
consejos apurados al oído, estas palabras finales casi imperceptibles; pero por
el llanto consternado que derramaba eran muy sentidas, de pronto, los tres se
fundieron en un abrazo final interminable, tal vez presagiando algo, que
solamente fue arrancado violentamente, por la partida intempestiva del viejo
camión, quedando ella totalmente devasta por mucho tiempo, en pura soledad.
Todos los días lloriqueaba desconsoladamente, recordando a sus pequeños como
solía llamarlos.
Su vecina Concepción, a quien le lavaba la ropa;
pero también le ayudaba en todos los quehaceres domésticos solamente por la comida,
la consolaba a cada instante. –Valentina, ya no llores más, tus hijos un día
profesionales regresarán y te llevarán a la costa con ellos– le dijo, tratando
de levantar los ánimos
alicaídos.
Valentina, inmediatamente después de la partida de
sus hijos, de alguna forma quiso compensar en algo su tristeza, dándose un poco
de valor para hacer una vida más llevadera.
Construyó un centro de evocaciones en un pequeño
rincón de su humilde morada, tratando de tenerlos presentes cerca de sus
recuerdos. No tuvo mejor idea que construir una especie de altar, adornado con
los pocos recuerdos y juguetes de sus “pequeños,” tales como: unos viejos
camioncitos de madera sin llantas, unos zancos, con los que jugaban los días de
aguacero intenso por los charcos profundos formados por la lluvia, unas
tarjetas en cartulina con felicitaciones por el día de la madre, un viejo
trompo con su pita enlodada de barro, unos zapatitos viejos que habían sido de
sus dos hijos, un bolero bocón astillado por tanto uso, unas latas viejas de
betún, unidas por una pita, con las que solían jugar cuando eran niños
simulando hablar por teléfono, hasta una vieja cometa, que hacían volar los
meses de intensos vientos. Los contemplaba pensativa y desconsolada, enseguida
triste se disponía a llorar junto a las reminiscencias presentes.
Verdaderamente nunca llegó a superar la triste partida de sus dos hijos hacia
tierras lejanas.
Después de medio año, de espera, sufrimiento, de
llorar y llorar en toda ocasión, por fin llegó la primera carta tan deseada que
la hizo saltar de felicidad a Valentina.
Desesperada, con una rara mezcla de sentimientos,
entre alegría, suspenso y con el corazón en la boca, corrió inmediatamente
hacia Conshe que así la llamaban a Concepción, para que Serafín su hijo se las
leyera.
Los dos hijos le decían textualmente lo mismo, casi
como que si se hubiesen puesto de acuerdo el uno con el otro. Le revelaban
escuetamente, que los dos habían conseguido trabajo en una panadería, que
estaban bien de salud y el poco tiempo que tenían, lo dedicaban a estudiar
esforzadamente, porque el examen de ingreso a la universidad estatal, pronto se
realizaría.
Mientras tanto, Valentina seguía con el sufrimiento
de vivir sola en medio de una terrible añoranza y pobreza extrema. Había días
largos y tristes que no había nada para comer en casa, entonces ese día no
probaba bocado. Así como ese día de pobreza extrema llegaron muchos más, la
única que sabía su sufrir era su vecina Concepción, quien la alentaba y casi
siempre le daba algo de comida, el único consuelo de Valentina, era que algún
día sus hijos sean profesionales y la lleven a vivir junto a ellos, así apagar
ese gran dolor que sentía ese momento.
Después de la primera carta, pasaron muchos
inviernos rigurosos más y no tuvo noticia de ellos. Hasta que una linda mañana
de hermoso sol serrano, cuando un gorrión zarandeado al vaivén del viento,
silbaba una linda melodía sobre el tejado de su casa. El tiempo había
transcurrido vertiginosamente, acercándose a los dos años y medio aproximadamente,
de pura ingratitud.
Ese día, llegó una segunda comunicación con
carácter de urgente, en un halo de raro y frio misterio, Serafín, que ya tenía
un promedio de catorce años y cursaba los primeros años de secundaria,
nuevamente fue el elegido de dar lectura a la misiva, por orden de Valentina.
Pero algo muy extraño ocurrió ese momento, conforme Serafín leía la carta iba
callando y ahogándose en suspiros prolongados, de pronto, su rostro de niño
adolescente, se dibujó de puro espanto y pavor. Con rostro esquivo y macilento,
envuelto en una rara sensación, empezó a titubear en la lectura, sintiéndose
una pequeña discordancia en lo que observaba y leía.
- ¡Qué pasa Serafín! - Inquirió Conshe
completamente aterrada, por la actitud anormal de su hijo.
-¿Nada madre?- contestó, tratando de serenarse –
¡No pasa nada mamita! Repitió Serafín. Pero los ojos, completamente
desorbitados de puro pánico, lo delataban y decían lo contrario, el muchacho
estaba fuera de sí y con ganas de huir no sé dónde.
- ¡Entonces prosigue!, Dile pronto a Valentina lo
que dicen sus hijos. Finalizó Concepción.
Serafín quien reanudó la lectura con rostro pálido
de horror, escrutó un instante con la mirada por los alrededores de la casa,
intentando huir o buscar ayuda de alguien, la cual no llegó.
De pronto, observando detenidamente a Valentina y a
su madre, prosiguió con la lectura, inseguro y vacilante.
- Tía Valentina, la carta dice que el Dante y el Daniel
ya terminaron sus carreras. Expresó Serafín ambiguo, también dice que ya se
casaron.
Valentina, ese instante lloró de felicidad porque
sus hijos eran ya profesionales, pero también sollozó amargamente, por la
ingratitud de sentirse humillada, por la no participación en el matrimonio de
ellos. Reflexionaba, que tal vez no la habrían hecho partícipe del matrimonio,
por ser pobre y sus hijos se avergonzarían de ella.
Valentina ese instante, recordaba un bello día de
caminata, cuando sus dos hijos aún
pequeños y en un hermosísimo amanecer serrano, habían salido de paseo a recolectar
flores silvestres del campo, para vestir las cruces de mayo, (tradición sanmiguelina).
En su memoria guardaba siempre fresco el recuerdo,
que ese bello día, sus hijos la habían abrazado y besado muy fuerte, haciéndole
una bonita promesa de amor. Expresándole que cuando sean grandes nunca la iban
a dejar sufrir más, sacándola de la pobreza extrema en la cual estaban metidos.
Por todo eso, Valentina siempre reflexionaba y era una revelación recurrente
que le retumbaba en sus oídos, las promesas de sus dos hijos.
No creía que tan pronto sus críos hayan podido olvidar esas hermosas promesas
de apego y sinceridad, que se la hicieron un día de campo cuando todavía eran
niños.
Pero nuevamente, los días, los meses y los años
pasaron sin piedad, sin ninguna noticia de sus vástagos que pudiera mitigar los
ánimos abatidos de Valentina, quien poco a poco iba sospechando algo malo, como
suele ocurrir en las madres que tienen hijos fuera de casa y no regresan de
visita por mucho tiempo. Hasta que una noche extrema tuvo un horripilante sueño
vaticinador, que desató una severa crisis emocional en ella.
Una triste mañana, afligida por el paso del tiempo
transcurrido, sin noticias ni cartas que aseguren cómo se encontraban sus
hijos, empezó a manifestar su pesar de madre, sollozando a gritos. Desesperada,
sumida en una rara aflicción llegó a casa de Concepción en busca de alivio, ese
instante Conshe, tuvo la difícil, casi imposible misión de consolarla ideando
varias formas.
Valentina empezó a relatar casi al borde de la
desesperación, que había tenido un horrendo sueño acosador. Reveló entre
lágrimas desesperadas, un sueño fantasioso.
-Dijo, que cuando sus hijos eran pequeños se habían
ido de paseo a las cataratas del Cóndac, (lugar no muy distante de la ciudad de
San Miguel de Pallaques). Allí, felices observaban embelesados, como fluían las
cristalinas aguas de la inmensa caída natural, y se desperdigaban en millones de
gotitas translúcidas, que de a poco se convertían en gran espuma cubriendo en
forma de vapor la base de la catarata, alimentada siempre, por el torrente del
río sanmiguelino.
De pronto, Danielito muy pequeño aún, le manifestó
a su madre con rostro de espanto, que de la base espumosa de aquella hermosa
catarata, vio emerger millones de mariposas negras que se confundían
jugueteando, con las gotas translúcidas de esa hermosa catarata; pero, que en
un abrir y cerrar de ojos, todas esas mariposas negras se unieron en una gran
masa soluble y transmutaron en una pareja de personas completamente desnudas:
el hombre, barbado y rubio como el mismo sol, la dama, una bella mujer de
aspecto nórdico, también dorada como la cerveza.
-¡Conshe! ¡Conshe!... Prorrumpió Valentina,
extasiada por el relato que estaba narrando. – ¿Mis hijos no estarán locos? Manifestó,
por haberme contado lo que les pasó en el paseo a las cataratas del Cóndac.
- ¿Pero mujer? -Dijo Concepción asustada, por el
relato intrínseco de Valentina. -
¿No ves que todo ha sido solamente un sueño?
Valentina no pudo más y gimió a gritos desgarradores
que nos conmovió a todos los allí presentes.
Serafín, quien se encontraba también presente ese
momento, se situó con actitudes desacertadas cuando observó llorar a Valentina,
siempre tratando de huir a hurtadillas y escabullirse por algunos rincones de
la casa para no ser notado, por lo visto, guardaba un raro resentimiento a sí
mismo que no lo dejaba vivir tranquilo.
-¿Qué te pasa Serafín? - Prorrumpió Conshe,
tratando de rebuscar algo en lo recóndito de la conciencia de su hijo.
– ¡Tú, me
ocultas algo malo muchacho!
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