LA LAVA EN SAN MIGUEL,
HACE CINCUENTA AÑOS
Escribe: Antonio Goicochea
Cruzado
Hasta hace cincuenta años, la lava se realizaba, en San Miguel de Payacques, como luego paso a
relatar: En los andes peruanos, y en los andes cajamarquinos, también, se tiene
una concepción de la vida y de la muerte, adheridos a la tierra y al agua. Lo
expresé en mis poesías: Por la vida y Agüita: Esparciéndose a raudales/ en una chacra florida/
quiero/ quiero ver al arco iris/ cantando alegre la vida; / Y
acariciar rebosante,/
con clarines y pututos/
los inmensos horizontes/ plenos de aires impolutos./
Quiero que mi patria vea,/ por quebradas pueblerinas/
ríos y arroyos cantantes/ con sus aguas cristalinas./
Y sus prados y laderas/
gritando en verdes y en oros,/ en
animales y frondas/ la vida que yo adoro.
Y en la segunda: “Ven agüita cristalina,
/ del arroyo, cantarina,
/ en
todas las mañanitas/
ven a lavar mis manitas.
/Ven agüita cristalina, /
del arroyo, cantarina,
/ven
baña a mi corazón/ con suavidad de algodón.”
Viven
en Cajamarca, tradiciones como los tres días de velorio del difunto, el
novenario posterior al sepelio, la tradición de “todos los santos” y “el día de
las almitas” con el velorio de las ofrendas, así como la lava de la ropa del
difunto, también conocido como el cinco, o como la “pichga”, en zonas de mayor
influencia quechua, que tiene raíces en la creencia que el quinto día regresa
la almita del difunto a arreglar asuntos pendientes que podría haber dejado
entre los deudos y amigos.
El quinto día, después de la muerte del difunto,
los familiares y amigos iban a una vertiente cercana a la casa mortuoria, un arroyo
o un río, con la indumentaria del extinto para lavarla, llevaban además
ofrendas para pedir permiso para el acto a la tierra y al agua al par que
pedir, rezando, su acción benefactora en la liberación de penas del almita del
extinto, los apegos y predilecciones del difunto, que luego de la lava no podrá
volver a reclamar lo que le pertenecía, ni a molestar a los parientes con malos
sueños, o que el difunto no lleve a nadie. No haga que alguien, como él, muera.
Eran las mujeres las que lavaban, los hombres,
desde la orilla, miraban, contaban anécdotas de familiares con el difunto; se
animaban, y animaban a las mujeres llevándoles una copita de aguardiente:
chancayano o anispampino (de Chancay Baños, de Santa Cruz y Anispampa,
respetivamente). Solo los más colaboradores ayudaban a “golpear” en las
piedras, las frazadas, que estas, queden libres del jabón con el que habían
sido lavadas.
La ropa se ponía sobre piedras o enramadas, donde
el sol y el aire las secaban. Al medio día, las damas que habían quedado en
casa preparando el almuerzo, llegaban al lugar de la lava, con ollas y menaje
de cocina, con platos de predilección del muertito: picante de cuy,
chicharrones de chancho, o pavita guisada, con yuca. El último de los platos,
es el preferido en zonas cálidas como Chiapón, La Florida o San Gregorio
(Chamán). Se brindaba con chicha, aguardiente o vino, según el menú y la
posición económica de la familia doliente. Luego, para alejarse de las “aguas”,
colocaban una pequeña cruz de madera en el lugar de la lava.
Con la ropa, ya seca, se retornaba a casa, allí
seguía la reunión hasta el “cafecito”. A veces concluía en rezo, seguido de
prolongados brindis. Al siguiente día los familiares escogían la ropa, ya sin
humores ni apegos del difunto, con la que podían quedarse, la restante podía
ser regalada a las amistades.
La lava, se había constituido, como la misa de año
y el botaluto, en una institución social que permitía aceptar el viaje sin
retorno de un familiar y la inserción de dolientes, sin remilgos, en el
discurrir de la vida.
Fotos: Pis@diablo
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