CERVANTES FURTIVO
En 'Don Quijote' Cervantes siempre está apareciendo y desapareciendo.
Nos mira de frente, como Velázquez en 'Las meninas'.
Babelia- El País, 15 ABRIL 2016
Primera imagen conocida de
Don Quijote, Sancho Panza y otros personajes de la novela, de Andreas
Bretschneider.
En Don Quijote
Cervantes siempre está apareciendo y desapareciendo. Se nos presenta en el
prólogo de la primera parte mirándonos de frente, como Velázquez en Las meninas, aunque también sin vernos
del todo, por encontrarse absorto en una contemplación interior. Velázquez
tiene en las manos los instrumentos de su oficio, la paleta, el pincel, y se
encuentra en lo que parece un espacioso taller. Cervantes se retrata con los signos
del suyo: la pluma, la mesa donde escribe. El uno y el otro muestran una
actitud de suspenso, la pausa reflexiva en la que todavía no se ha revelado el
siguiente paso. Velázquez parece estar viendo de antemano en la imaginación el
cuadro que será Las meninas. Cervantes no escribe: “… estando en
suspenso, con el papel delante, la pluma en la oreja, el codo en el bufete, y
la mano en la mejilla, pensando lo que diría”.
Al copiar la cita me doy
cuenta de la inexactitud de mi recuerdo: Cervantes no tiene la pluma en la
mano, como Velázquez el pincel, sino en la oreja. Después de tantas lecturas,
es la primera vez que me detengo en ese detalle clave, que desbarata toda la
formalidad del retrato falso que ya no sabemos quitarnos de la cabeza,
incapaces de aceptar un espacio en blanco irremediable: no sabemos cómo era
Cervantes. Tenemos que esforzarnos en borrar los bustos de piedra o de bronce y el cuadro de Juan de Jáuregui. El escritor no posa para la posteridad: está solo, cansado de
escribir, con la pluma en la oreja, como los carpinteros antiguos se ponían el
lápiz. Y entonces queremos saber también qué hay detrás de esa figura en el
autorretrato, cómo es la habitación, la casa en la que está, si tiene muebles,
si hay una ventana que da a la calle y desde la que se oye un barullo urbano de
1604, si está ordenada o no, si hay polvo, papeles por el suelo, cosas colgadas
en las paredes. Pero más allá de esa figura sentada y de esos pormenores
visuales —la pluma, el codo en el bufete, la mano en la mejilla—, solo hay
oscuridad, o esa penumbra abstracta, esa sugestión de espacio hondo y vacío que
es el fondo de los retratos de Velázquez o Rembrandt.
Otras apariciones son más fugaces, más indirectas.
El autor es un pasajero furtivo o un polizón en su propia obra. Surge y se
pierde como una sombra por detrás de los personajes inventados. En la
biblioteca de don Quijote hay
un libro suyo, el primero que publicó, el único antes de Don
Quijote, La Galatea, que para entonces, cuando Cervantes escribía ese capítulo, llevaría
muchos años olvidado. Del motivo por el que Alonso Quijano lo compró o qué
opinión tenía de él no sabemos nada. Pero el cura, que es un lector ávido y
competente, resulta que conoció al autor, y hasta asegura que es amigo suyo:
“Muchos años ha que es grande amigo mío ese Cervantes, y sé que es más versado
en desdichas que en versos”.
Pero el escrutinio de los
libros continúa. Cervantes es ese nombre que surge al azar en una conversación
y de inmediato desaparece de ella, como su libro primero y único olvidado al
poco tiempo de su publicación, extraviado entre muchos otros libros, en la
sobreabundancia desatada por la imprenta —una de esas obras primeras que no
pasaron de tentativas y que desparecen sin que se cumpla la promesa que quizás
contenían, libros sin dueño en un cajón de saldos—. En la voz del cura Cervantes juzga con afecto y
distancia el único testimonio
impreso de su tardía juventud: “Tiene algo de buena invención, propone algo y
no cumple nada; es menester esperar a la segunda parte que promete; quizás con
la enmienda alcanzará del todo la misericordia que ahora se le niega…”.
Hay un grado más de
presencia insinuada y desaparición. En la maleta con libros y papeles donde
estaba la novela El curioso impertinente, el cura, siempre muy alerta a
todo lo que tenga que ver con la palabra escrita, encuentra lo que parece ser
otra historia, pero solo se fija en el título. Es Rinconete y Cortadillo. El que la copiara a mano no se molestó en anotar también el nombre del
autor. La novela se ha difundido manuscrita y anónimamente. El ventero dice que
un viajero del que no parece recordar nada olvidó la maleta al marcharse. Es de
nuevo una sombra, Cervantes, el recaudador que anda por las ventas y los
caminos, el que aprovecha tiempos de ocio o de espera para inventar, para
escribir historias que quizás no lleguen a imprimirse, pero que alguien copiará
y alguien leerá en voz alta para el recreo de un auditorio de analfabetos.
La próxima vez que aparece Cervantes es en primera
persona, y ahora calla su nombre: es él mismo, que se encuentra en la alcaná de
Toledo, entre un barullo que imaginamos como de zoco musulmán, aunque no
explica qué hace allí. Ha leído el manuscrito de las primeras aventuras de don
Quijote y se siente frustrado porque la historia terminaba con brusquedad en un
punto álgido. En una tienda de la alcaná descubre los cartapacios en árabe que contienen el manuscrito de Cide Hamete
Benengeli y contrata a un morisco
para que se los traduzca, y hasta lo aloja en su casa, por pura impaciencia de
seguir leyendo, este narrador sin nombre ni oficio conocido del que solo
conocemos su amor fanático por la lectura, porque le gusta leer hasta “los
papeles rotos de las calles”.
La aparición más elocuente
es la más sigilosa, una impostura más en esta novela de gente disfrazada que
finge ser lo que no es. Cervantes
es el canónigo de Toledo que alcanza a los viajeros hacia el final de la primera parte con su cabalgadura más rápida, el
que dialoga tan extensamente y con tanta claridad con el cura y expresa sin
ningún disimulo sus preferencias y sus fobias literarias: Cervantes es el
novelista y es el teórico de la literatura, y al mezclarse con sus personajes
inventados se contamina de su hermosa ficción y les transmite a ellos a cambio
su propia humanidad cordial, castigada, furtiva.
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