Saturday, April 12, 2014

MI LORITO PARLANCHIN / Cuento de Antonio Goicochea Cruzado



MI LORITO PARLANCHIN
Cuento de Antonio Goicochea Cruzado
Imagen de Johnny Becerra Becerra
Asociación Educarte Perú Blog de cuentos

Herman dejaba pasar la tarde mirando cómo en las laderas de la otra banda, los cerros del Este, dibujaban la sombra del horizonte contrario, que subía en la medida que el sol se despedía.

Los loros, en bandada, hacían su recorrido dejando los maizales del norte hasta el sur donde al calor del temple pasarían la noche en las oquedades arcillosas de una ladera.

-Son loritos que salen de la escuela y van a su casa a descansar, decía la abuela a su nieto.

Herman recorrió en su mente los momentos pasados en su escuela, los juegos con los compañeros y también sus bromas, las clases de su maestro del cuarto año al que admiraba. Recordaba a la lora Aurora, que a la salida de los niños de la escuela, se solazaba en su atril gritando “Aurora, Aurora,…”, que los pequeños celebraban imitando sus gritos “Aurora, Aurorita,…”, y a doña Sarita, que esperaba ese aviso para saber que los niños salían de su centro de estudios, y presurosa salía a la puerta  a vender los alfeñiques y los quesitos de a real.

Quiso tener un loro. Su papá le había contado que en el valle colocan lana en las mazorcas de maíz y cuando los loros van a comer  choclos, se enredan en la lana y quedan atrapados. Marcelina le dio lana escarmenada para que facilitara la caza. Muy de mañana fue al maizal y la colocó en choclos que estaban prestos a ser cosechados. Por la tarde una bandada de bulliciosos loros se posó en el maizal.  Cuando Herman acompañado de Sandor, y sus cabrioleos y guau guaus, fue a la chacra, los loros alzaron vuelo, pero ocho quedaron atrapados en las lanas.

Escogió el que le parecía mejor y liberó al resto. Con tijeras, Marcelina, la cocinera de la casa, cortó las plumas más grandes, y dejó al loro en el patio de la casa. No podía volar.

Marcelina, le había dicho que los loros aprenden a hablar cuando se les da de tomar vino y  comer bizcocho; Herman, convencido, pidió a su papá que le trajera vino y bizcochos del pueblo.

Y el loro, aprendió a hablar, aprendió a decir palabras como “Toto, Toto come poroto”, cuando Alberto pasaba cerca a la casa y el muchacho le tiraba choloques en señal de rechazo; o “el chancho de Marcelina”, cuando la cocinera iba al chiquero a alimentar a los cerdos. Floro, será su nombre, dijo, y Floro le llamaban todos.

Un día que Herman tenía en manos a su lorito, éste trepó por su brazo derecho y se posó en el hombro. El niño no se movía para que el lorito permaneciera allí tranquilo, pero tuvo que acudir al llamado de Marcelina, caminó desprevenido sin embargo el verde animalito seguía con él. Desde ese día, posado en el hombro  lo acompañaba a donde iba.

El niño estaba orgulloso con su loro. ¡Loro, lorito, lorito mucho floro!, le gritaban los niños, tantas veces que un día al ver pasar a los niños, desde el hombro de su dueño gritó: ¡Loro, lorito, lorito, lorito mucho floro!, los niños en barullo se arremolinaron junto a ellos y lo festejaron con risas y aplausos.

Una tarde en que los loros volvían de la escuela, como decía Marcelina, Floro los miró nostálgico, recordó su vida gregaria; retomando su canto antiguo, abrió alas, que ya tenían plumas crecidas, las batió con fuerza y, cantando, se unió al grupo.

Herman quedó triste, pero pensaba en lo que decía su padre: “aunque la jaula sea de oro, no deja de ser prisión”, y en sus disertaciones de que “en el mundo todos los seres, hombres, animales e insectos, cumplen un papel determinado para que la naturaleza siguiera viva”.

Su alegría volvió cuando en las vacaciones del año siguiente, la bandada de loros pasó por la campiña coreando: ¡Loro, lorito, lorito, lorito mucho floro!

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